Hace años que disfruto del privilegio de despertarme sin alarma. Al principio, comencé a incorporarlo porque trabajaba para EE. UU. y estaba adelantaba a su huso horario. Luego, porque renuncié intempestivamente y dejé de supeditar mi ciclo de descanso a la métrica de productividad de una empresa. Lo inesperado fue que, una vez restablecido mi ritmo circadiano, comencé a amanecer cada vez más temprano, sin ayuda externa. Hace tiempo abro los ojos alrededor de las siete de la mañana, naturalmente.
Lo atribuyo a que mi cuerpo por fin se siente descansado. Lo adjudico a que aprendí a hacer nada, sin culpa. No me siento moralmente inferior por defender mis espacios donde duermo, recargo y sueño. No me interesa regodearme en la lucha. Comprendí que la creatividad se manifiesta con más soltura después de una noche de sueño reparador.
Hoy abrí los ojos ante un nuevo día ―helado por cierto, ya llegó el invierno― apurada por sentarme en el teclado. Deseo transferir a la pantalla estas ideas que estuvieron madurando varios días en mis neuronas, pero recién cayeron cuando las sometí a la horizontalidad de mi cama.
Me fui a dormir pensando en el rol de los artistas de seguir creando cuando todo es incierto.
Detrás de lo que escribimos-pintamos-tallamos-cocinamos-componemos-etc yace un porqué, ese que enhebra todo nuestro trabajo otorgándole un sentido.
Nos sé sensibles. Nos sé también renegando de esa sensibilidad cuando el mundo pareciera no detenerse en su carrera frenética hacia la destrucción.
Lo que podemos hacer en términos concretos desde lo político, ya lo conversamos en mi última newsletter paga. Si aún no la leíste, te la recomiendo. Está nuclearmente unida a lo que discurrirá más abajo.
Esta publicación ofrece una comunidad privada llamada Desobedientes donde vuelco mis textos sin filtro más vulnerables. Un territorio especialmente diseñado para aquellas personas a las que el mundo, tal cual está, les pica; espíritus que no solo no temen ir hacia la incomodidad, sino que lo buscan activamente.
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Para comprender mi postura y mi porqué, sirve remontarse al pasado. Nací en 1985 en Mar del Plata, Argentina. Mi ingreso a la escuela primaria coincidió con el Plan de convertibilidad de Menem-Cavallo.
Recuerdo los kioskos en 1994 como si fuera ayer: Push Pops, Chiclets, chupetines de los Power Rangers, helado Sin Parar. Cada una de estas golosinas costaba un peso, es decir, un montón de guita. Por este motivo, no todes accedíamos a ellas. A mí no me daban más que 25 centavos para gastar en el recreo, o 50 como mucho. Por ejemplo, me alcanzaba para un alfajor Rikito que podía traer adentro un papelito donde te ganabas otro (¡y pasaba!). Cuando mi presupuesto escolar se ajustaba todavía más, recurría a un mini paquetito de papas pay que salía 10 cvos.
Hambre jamás pasé, imaginarán, porque en mi mochila siempre había un pedazo de budín casero o un pebete, preparados por mi abuela Licha. Sin embargo, treinta años después me acuerdo de la sensación en el cuerpo, en la ventana devenida en kiosko del patio de la Escuela 31: Algunos pueden, otros no. Muchos años más tarde, ese incipiente sentimiento se transformaría en consciencia de clase.
El contexto en casa era el siguiente: una Mamá, maestra de escuela y bordadora (para sumar unos mangos más); una Abuela, enferma de cáncer de riñón, que me cuidaba toda las tardes; un hermano, que trabajaba y estudiaba simultáneamente y estaba poquísimo en casa.
Durante la década de los 90 presencié como a alguna gente cercana le iba súper bien. Mi joven cabeza lo podía adivinar en los cereales en cajita importados que compraban, o en las vacaciones en Miami que disfrutaban año a año. La época se me figura con claridad: se parece a esta publicidad de Pronto Shake, otra bebida menemista olvidada.
Todas las semanas salía un producto nuevo que consumir, una nueva solución de la industria para pasar menos tiempo en la cocina.
Empezamos a cambiar la manteca por margarina y el azúcar por edulcorante, sin chistar. Las publicidades fueron dictando nuestras aspiraciones de consumo, colorida y convincentemente. Aprendimos a cocinar “en un abrir y cerrar de latas” con ayuda del microondas y los supercongelados. Incluso (algunas) ecónomas se subieron al tren de los procesados y nos enseñaron ―a las mujeres, claro― a solucionar las comidas integrando paquetes: arroz que no se pasa, salsas listas rebosantes de sodio, queso rallado en polvo que no necesita heladera, pan lactal que no se pudre.
Desde entonces, dedicarle tiempo a la cocina resulta cada vez más difícil. El imperativo de la productividad y el trabajo se volvieron el principal eje de la existencia.
Qué coincidencia, pues, que justo-justo la industria alimenticia pudo estar ahí para “solucionarnos la vida”.
No es casual que en los 90 también comenzasen a proliferar los batidos reductores y las campañas de Slim. Desde las revistas femeninas nos ametrallaban con diversas dietas para tratar de contrarrestar el malestar que ya comenzaba a expresarse en nuestros cuerpos.
La industria te genera el problema (con una alimentación de pésima calidad) y luego te ofrece la solución: obsesionarte con tu cuerpo.
Nos vendieron la dieta de la Sopa, de la Luna, la Scardale, la Disociada, la del Pomelo, la Mediterránea. Las mujeres probamos todo método disponible supeditadas a la delgadez extrema como mandato de belleza definitivo (y lo sigue siendo, pero eso será tema para otra news). Las que en esa época apenas éramos niñas recibimos este mensaje pasivamente, para luego concientizarlo cuando llegó la pubertad. Nos compartíamos entre nosotras los suplementos como el de la revista a continuación. El título, más que Para Ti- Cuerpo, debería haber sido Cultura de la Dieta para Mujeres.
Pensar en los noventas es recordar varias Argentinas distintas.
Mucha gente se compró electrodomésticos, ropa importada y viajó muchísimo, sí. Otros quedamos en un lugar intermedio más o menos privilegiado porque techo, casa y comida no nos faltó. Pero gran parte del país se sumió en la más extrema pobreza, gestionada por un gobierno neoliberal que mientras ofrecía el Uno a Uno, desguazaba el país para vendérselo al mejor postor.
Terminamos de entender las consecuencias del modelo que todo lo privatiza con el estallido del 2001, algo que también recuerdo en el cuerpo junto con los clubes de trueque, los Patacones y los Lecops.
Para descripciones exhaustivas de cómo fue el plan neoliberal Menem-Cavallo de los 90s, basta con googlear. La información, y la historia, están a disposición para quien le interese aprender. Sin embargo, parece que el siglo XXI inaugura la era de las opiniones, las fake news y los alternate facts. Lo que objetivamente ocurrió parece estar abierto a infinitas interpretaciones, o bien no importa directamente. Se reabren debates ya saldados, cuyas conclusiones fueron adoptadas por la mayoría. Nos mantienen ocupadas en no perder lo que ya tenemos para así impedirnos conquistar nuevos derechos y ampliar la calidad de vida de todes.
Nos manipularon para creer que el futuro solo puede llegar si borramos con el codo todo lo que ya escribimos con la mano.
Y a esta altura vos dirás, ¿pero esto no es una newsletter gastro? Claro que sí. Desde las recetas express con ultraprocesados hasta los cuadernillos de dieta de la Para Ti, la comida es política. Ya escribí sobre cómo fingimos demencia respecto de qué es vivir bien, pero en el contexto actual me parece pertinente repasarlo.
El extracto que comparto más arriba vuelve a resultar vigente mientras leo los recientes elegidos de la Guía Michelin en Argentina. Y no, no es que los ganadores de las estrellas no las merezcan. Algunos premiados, como el restaurant de mi admirada Patricia Courtois, son dignos de reconocimiento y no solo por la experiencia gastronómica que ofrecen. Con sus buenas prácticas también fomentan el componente humano y una relación empresario-empleado donde se busque el beneficio mutuo.
El problema somos los comunicadores, no ellos.
El problema son los incontables blogueros e influencers gastronómicos que no dedican una puta línea a la crisis alimentaria. El punto es la apolitización de los espacios como garantía de no perder seguidores ni incomodar a nadie. Y ojo que politizar no significa mencionar partidos políticos en un post sobre flat whites, sino mostrar otras realidades.
Puede ser algo tan sencillo como salir de la burbuja consumista y parar dos minutos de comer lujosamente mientras alrededor el mundo se desmorona. Nos urge hablar de gastronomía desde perspectivas más constructivas que abran otras conversaciones, como propone
desde todos sus espacios, por ejemplo.De todos modos, me temo, el contenido que primará en redes seguramente se centre en reels de coleccionistas de restaurantes de la Guía (en dólares). Vaticino que la nueva tendencia será tachar estos lujosos recintos de una lista imaginaria, a medida que la mayoría alrededor se empobrece ante un nuevo gobierno austero de ajuste y represión. ¿Al otro no le hace ruido? ¿No le duele el alma? ¿No le genera incomodidad pagar cifras desorbitantes mientras el planeta está cruzando el punto de no retorno?
Necesitamos hablar de comida responsablemente.
Escribo para la posteridad, para mí y para todos. Escribo desde mí, el único ángulo posible, agarrándome de la experiencia y las habilidades críticas que cultivo hace años: lecturas, viajes, conexiones humanas, estudios académicos. Escribo, también, una autobiografía en tiempo real que da cuenta de mi pasado y mi presente, porque lo vivido me ayuda a posicionarme cuando la historia parece repetirse.
Yo sé por qué funciona el Método Licha. Fue la manera que encontró una abuela de alimentar a su familia con lo que había, en épocas de vacas flacas sin el privilegio del desperdicio. Entiendo gracias a mi historia por qué milito desde mis hornallas otra manera de encarar la vida, o el consumo (conceptos que hoy ―tristemente― se superponen).
Soy una activista desde mi cocina.
Soy una militante del tiempo lento que transcurre mientras pelás una calabaza en vez de comprarla ya en rebanadas, pelada, cubierta de plástico en una bandejita (también de plástico).
Soy una defensora de la olla como conexión con el otro, como acercamiento, como atenuador de las diferencias.
Me planto desde este rincón con la convicción de que necesitamos más personas comprometidas con lo que ponen en el plato y en el mundo. Me anclo sabiendo que somos una gran comunidad de personas a la que no nos da lo mismo. A muches se nos electrifican los pelos de los brazos cuando vemos la cantidad de comida que se tira. A muches nos enfurece que las viandas escolares en CABA sean jamón podrido dentro de un pan duro. Nuestra humanidad es la guía, no la perdamos.
En una coyuntura donde nos sentimos indefensos ante los poderes económicos que todo lo manejan, quiero recordarte que tu consumo crea realidad. Tu manera de vivir ―y comer― da forma al mundo que habitas.
Quizá el tiempo que pasas en la tabla de picar tenga algo que enseñarte acerca de la clase de sociedad que querés construir.
Por lo pronto, yo resisto desde mis hornallas.
Te invito a resistir juntes.
Hasta aquí, GUARNICIÓN vol 10
La newsletter de gastronomía que te invita a transformar la materia como puntapié para transformar el mundo.
Gracias por leer, recomendar, difundir y apoyar este espacio. Juntes seguiremos expandiendo nuevas perspectivas para pensar la comida y la cocina.
¡De mis ediciones favoritas!