Comunicación gastronómica
Una breve línea de tiempo y una ventana hacia un posible futuro
Con el invierno del hemisferio norte me llegan unas ganas profundas de quedarme adentro, aminorar la marcha, comer más y moverme menos. Si bien siempre se lo atribuí al determinismo climático, me puse a buscar respuestas y caí en cuenta de que les humanes somos los únicos seres vivos que no adaptan su rutina a los cambios de temporada. Como explica la Dra. Ayesha Khan: no son las estaciones las que nos deprimen, es el capitalismo. El trastorno afectivo estacional es otra consecuencia más de nuestra incapacidad de parar, de dejar de producir. El cuerpo pide no salir de casa hasta que afuera esté claro, al igual que exige cenar y acostarnos más temprano porque los días son, efectivamente, más cortos. Los árboles y las plantas entran en estado de letargo; los animales emigran o hibernan. Sin embargo, a nosotros no se nos permite adaptarnos ni incorporar las estrategias de supervivencia que disfrutan unos 11,3 millones de seres vivos en el planeta: “Las plantas, los animales y los microbios cuentan con sistemas biológicos de ritmo circadiano que perciben los estímulos del medio ambiente, como la luz o la temperatura, y actúan en consecuencia”, relata Khan en su newsletter en inglés. Toda criatura viva cambia dramáticamente su conducta en invierno, mas yo no me permito tener ganas de quedarme en la cama comiendo Kinder Bueno y devorando El Fin del Amor en dos días.
Alrededor mío les coaches siguen abogando por que haga más y rinda mejor, mientras yo solo deseo hacer menos y descansar más.
En mi experiencia, vivir más lento me permite saborear mejor cada mañana, cada café, cada videollamada por Whatsapp un martes a las 14 h. No regirme por métricas externas de éxito habilita un espacio donde puedo profundizar sobre qué es lo que verdaderamente quiero para mí. No glorificar la productivad y la autoexplotación deja lugar a que encuentre mi propio ritmo.
Sin más preábulos y en este espíritu, decidí que a partir de ahora el folletín interactivo se publicará cada quince días. Autoevalué mi situación y me di cuenta que necesito desacelerar hasta que pase este invierno inglés tan cruel. Bajaré unos cambios durante el periodo que me lo indique el cuerpo. No quiero pelear más contra lo que no tengo ganas de hacer, ni supeditarme a la jefecita explotadora que vive dentro de mi cabeza.
Dedico mucho tiempo a reflexionar sobre el género de esta newsletter, sobre quién me lee y qué espera encontrar acá. Termino siempre en la misma conclusión: busco ofrecer lo que yo querría leer. En todos mis textos la constante es la comida; sin embargo, son muchas las formas de abordar la escritura gastronómica. He coqueteado con la mayoría y por eso me gustaría repasarlas, especialmente porque en este espacio estoy encontrando una manera de expresarme que hasta ahora desconocía.
Mi primer acercamiento a la escritura sobre comida fue a través de las revistas femeninas noventosas que incluían una sección “alimentos” donde, además de recetas, solían dar consejos generales sobre cómo ser buena ama de casa. Había una obsesión por saber presentar una mesa para los invitados, por proyectar un valor femenino intrínsicamente vinculado con la habilidad para cocinar. Otras publicaciones fomentaban trastornos alimentarios abiertamente y nadie se escandalizaba. Era moneda común que recomendaran eliminar grupos alimentarios arbitrariamente y que prescribiesen régimenes todos iguales, para todos los cuerpos. La comida se asociaba con dieta, con restricción, con disciplina.
En los 90s no se ofrecía una gastronomía basada en el disfrute, sino en el mandato de dedicar un día entero a preparar un festín o restringir lo que ingeríamos para ser “buenas mujeres”.
Simultáneamente conocimos a la ecónoma, esa cocinera experta en preparar platos simples que cuiden el bolsillo. En estos espacios, dirigidos explícitamente a la mujer, surgieron figuras como Doña Petrona, Chichita de Erquiaga, Choly Berreteaga y Blanca Cotta, entre muchas otras pioneras de la comunicación gastronómica.
Hoy en día disfrutamos de incontables creadores de recetas-contenido que nos bridan todo tipo de platos, con criterios cada vez más específicos. Alguien enseña a preparar buenos huevos para desayunar; otre, platos a base de verduras; el de acá es experto en comida japonesa; la de allá, el hada de los quesos veganos. Incluso también continúa la terrible opresión de la delgadez en forma de health influencers que dan consejos alimentarios sin preparación ni respaldo científico alguno. La cultura de la dieta les respira en la nuca cuando recomiendan jugo de apio en ayunas y agua de mar como “parte de una dieta saludable”. La masificación nos exige estar cada vez más atentos, como ya he abordado extensivamente en otra newsletter.
En un pasado no tan lejano, deducíamos quién merecía fama a partir de las revistas y la portadas de los libros de cocina. Repetíamos “si llegó ahí, es bueno” como mantra, dado que no había forma de probar sus platos. Con el correr de los años y la llegada de los canales exclusivos de cocina, el espectro se abrió aún más y comenzó la era de los chefs famosos. Los dos líderes fundaciononales de la cocina argentina moderna son, a mi criterio, el Gato Dumas y Francis Mallman. Desde la pantalla nos invitaban a otro tipo de cocina, más lúdica y vinculada al placer. Mallmann, a quien considero el primer celebrity chef argentino, educó a muchos de los que siguieron sus pasos en el camino de la comida y la fama: Botana, Massey, Martitegui, por ejemplo. Con la llegada masiva de las redes sociales, la figura del chef tomó incluso más protagonismo. Hoy conocemos varios que tienen programas de entrevistas, que hacen campañas de moda, que salen en todos los eventos cool, que se codean con el jet set. Algunes mantienen la calidad de sus emprendimientos a base de constante presencia en la cocina; otros parecen aportar solo su nombre y no volver nunca más a tocar un cuchillo.
Intuitivamente, mi primer acercamiento a la comunicación gastronómica fue escribir recetas en un blog que llevaba mi nombre. Lo armé en 2014 circa la época de Masterchef. En 2017 me pasé a Instagram y, además de recetas, empecé a compartir reseñas de restaurantes y experiencias gastronómicas en viajes. Pero crecer en redes sin sucumbir a la tiranía del algortimo me resultó prácticamente imposible. No me detendré hoy en este tema porque ya lo exploré en profundidad en esta newsletter:
Lo importante es que, de algún modo, siempre me parecía que mi contenido no estaba a la altura: porque la foto no tenía la luz suficiente, porque la vajilla no era estética, porque el plato no lucía en cámara, porque no vendía.
Y fue en plena pandemia, con restaurantes cerrados y la comunidad gastronómica paralizada, que sentí que quería comunicar distinto.
Las secuelas del encierro se hicieron carne en mí a tal punto que hoy en día me cuesta salir a comer-beber con la frecuencia que lo hacía antes. En parte se debe a que ahora pago en libras esterlinas y esta ciudad es carísima pero, más allá de eso, me cuesta estar rodeada de gente, me agota el trayecto hasta el local, me pesa salir de mi casa. Cambié yo mi manera de vivir y el consumo de gastronomía no fue la excepción. ¿Significa esto que no me interesa más conocer nuevos restaurantes y sus platos? Por supuesto que no, pero quizá me di cuenta de que no es la única forma de “vivir la buena vida”, gastronómicamente hablando. Hay tanta información tan rápida que no llegamos a procesarla, tantas recetas al alcance de un clic que nos abrumamos y no cocinamos ninguna, tantos nuevos restaurantes que no sabemos por dónde empezar. Nos bombardean con productos novedosos para incorporar a la dieta y súperalimentos que supuestamente te cambian la vida. Scrolleamos entre tantas reseñas que no sabemos a quién escuchar ni a quién creerle. La paradoja resulta explícita.
"La hipercomunicación actual solo establece contactos pero destruye relaciones. Elimina la distancia, pero al mismo tiempo destruye la cercanía y la amistad" (Byung-Chul Han)
El filósofo surcoreano explica en esta entrevista que el otro es algo que nos duele y hoy evitamos cualquier forma de lesión. En este sentido, la escritura gastronómica pareciera omitir deliberadamente todo aquello que la incomode: disparidad salarial entre géneros, violencia y acoso en las cocinas, explotación laboral, crisis de los pequeños productores, cambio climático, por nombrar solo algunas. Disfrutamos de lo delicioso, voluptuoso, positivo y hasta pornográfico de la comida mientras omitimos conscientemente las historias complicadas de las manos que trabajan los ingredientes y sus historias. Desestimamos los procesos lentos, la técnica y la simplicidad.
Hoy intento explorar otros caminos para vincular escritura y comida. Busco decir aquello que me gustaría leer y no encuentro. Disfruto de narrar un mundo atravesado por la comida porque así vivo mi vida. Como una girl scout foodie, estoy siempre lista para disertar sobre las cocciones de los distintos tipos de arroz, para describir todos los platos que preparaba mi abuela desde las 8 am, para explicar que la mayonesa Kewpie es distinta por la obsesión de los japoneses por los huevos de calidad. Quiero hablar de comida porque me obsesiona, porque da sentido a mi existencia. Quiero hablar de comida porque sí, sin sentir que sumo a la rueda del consumo sin fin.
Creo que los que amamos la buena mesa podemos ser mucho más que catálogos de restaurantes, facilitadores de sorteos, reyes del canje. Somos muchos, lo sé, los que no tenemos claro cómo salir del Infierno de lo igual (en palabras de Byung-Chul Han) en esta era de hipercomunicación, sobreproducción, exceso de información e hiperconsumo. No tengo respuestas aún pero creo que el primer paso es abrir debate y cuestionarnos:
¿Cómo puedo crear/consumir contenido gastronómico sin abandonar los principios que me hicieron amar la comida? ¿Cómo puedo diferenciarme de aquel que solo busca sumar visualizaciones? ¿Es salir a comer permanentemente la única forma de llevar una vida gourmand? ¿Cuántas recetas familiares he reproducido en mi cocina? ¿Qué ocurre si comparo esa cifra con los food reels y hacks que intenté en casa?
Me despido hasta la semana que viene con este corto que no tiene nada que ver y, al mismo tiempo, constituye el núcleo de la discusión. Me encantaría saber tu opinión, si estás de acuerdo o no, si sentís que quizá lo mismo podría aplicarse a otra industria (porque este sistema lo rompe todo, no solo la gastronomía).
¡Gracias por tenerme paciencia y por ser parte!
Lu.-
Uff..... Terrible el vídeo! A veces la felicidad está a nuestra mano, en las cosas simples y corremos a buscarla en lo que impone el marketing desde las publicidades. A disfrutar lo simple ! Abrazo Lujan!