Consumir comida sin comerla
cómo transformamos el acto de comer en una performance
Internet y la masificación de las redes sociales nos abrieron las puertas a conocer gastronomías de las mas recónditas partes del mundo. Nos permitieron conocer platos que, de otro modo, jamás habríamos imaginado salvo que tuviésemos la suerte el poder adquisitivo suficiente para conocer esos destinos. En mi primera visita a Corea me alojé con una familia. Apenas llegué, fuimos todos juntos al supermercado para abastecer la heladera según mis gustos. Me pasé el recorrido embelesada y señalando las góndolas al grito de: ¡gochugaru, tteok, doenjang! La madre de la familia se sorprendió gratamente de que yo conociese sus comidas y cómo se preparan. Les comenté que había aprendido a base de horas invertidas en videos de Youtube, pdfs de libros de recetas y visitas a cuanto restaurante coreano se hubiese cruzado por mi camino. Todo saber preliminar de los sabores de Corea me lo había enseñado Internet. Soy muy agradecida y consciente del alcance positivo que puede brindarle a los apasionados del conocimiento.
Dicho esto, la otra cara de la masificación es que aceptamos como correcto todo lo que culquiera nos presenta. En la era de las fake news y alternative facts, las líneas entre lo auténtico y “lo que dice alguien en redes” se borran y podemos confundirnos. Este fenómeno se traduce en la gastronomía en emprendimientos que ofrecen una versión distorsionada de los platos exóticos que intentan replicar. Una primera experiencia con la comida japonesa donde te sirvan sushi avinagrado y excesivamente dulce, o piezas enormes con demasiado arroz, rara vez va a dejarte la impresión de que la comida japonesa es rica. Un conocido sostuvo durante años que había probado sushi y era un asco y ni loco lo comía de nuevo. Cuando indagué, me terminó contando que lo había comido en un buffet de sushi de un casamiento. Lo había preparado la empresa de catering, que en realidad era una panadería.
¿La primera impresión con la comida foránea debería ser lo más cuidada posible? ¿Cuánto nos afecta esa visión sesgada, y desinformada, que nos queda cuando probamos algo que quizá no sea la mejor versión o ni siquiera la correcta?
Otra constante en los restaurantes cool asiáticos de los últimos tiempos es una marcada atención a la estética, el marketing y las redes, no obstante una olvidable ejecución de los sabores. Curries o caldos de ramen sin especias, desabridos, sin complejidad ni umami, con toppings como un huevo duro sin gracia ni elaboración alguna. Eso sí, la foto en Instagram con las luces de neón de fondo queda buenísima. Igual de trendy es probar un bao bun, aunque el kimchi que lo corona no pique ni esté fermentado y sea más bien una ensalada de repollo. Es cool comer exótico y queda muy bien en el feed. Con Sabri, mi amiga pastelera francesa dueña de Dinette), nos indignamos de ver macarons rellenos con dulce de leche. No solo por lo empalagosa que resulta la combinación sino porque es una falta de respeto a la pastelería francesa, que detrás tiene elaboración, arte y técnica. Ningún pastelero francés va a usar un relleno procesado que sale de un pote. En esta línea, han proliferado en los últimos tiempos abominaciones que pretenden llamarse postres a base de Oreo, Nutella y Kinder. Lucen obscenos y, muchas veces, incomibles. Aún así el público paga cifras siderales por probarlos. Las preparaciones tradicionales sin aditivos ni conservantes brillan por su ausencia, como explica Sabri el el podcast del último domingo. Cualquiera hoy día puede abrir un café y comunicar que sirve pastelería francesa, sin embargo muchas veces un vistazo al menú arroja que cada ítem es una reinterpretacion dudosa. ¿Qué tiene de típico francés una medialuna grande rellena de dulce de leche y banana? Aún así, muchos establecimientos del estilo sobreviven solo “por la foto” y muchos clientes van a sus casas convencidos de que ahora saben qué es la patisserie.
¿Podemos salir de la obsesión con la estética, las redes y el hacer para mostrar? Es innegable que lo que vemos en pantalla afecta nuestras decisiones de consumo, y los hábitos alimentarios no son la excepción. Pero en realidad, no todo es comida en los reels de los influencers. Ostentan un estilo de vida y acceso exclusivo a un mundo reservado para unos pocos: los que tienen más seguidores, los populares, los que invitan a los eventos. ¿Aspiramos, entonces, un plato de ramen insulso en un background cool porque nos gusta o porque nos atrae ser percibidos como la gente exitosa que lleva ese estilo de vida? ¿Comemos para nosotros o para las redes?
Quizá sea pertinente primero pensar cómo llegamos hasta acá.
La democratización de la información gracias a Internet de la que hablaba al comienzo profundizó el constante bombardeo de banquetes e imágenes de vidas de lujo y cuerpos perfectos. Por un lado, en redes no importa realmente que la comida sea rica, sino que luzca instagrameable. El fenómeno resulta notorio en la incipiente cantidad de seguidores que suelen tener cocineros excelentes de grandes restaurantes. Son maestros en su arte pero no saben sacar fotos. O no les interesa. No tienen perfiles estéticos o llamativos. Para el comensal desprevenido, quedan excluidos del circuito de recomendaciones salvo por el boca a boca (que siempre es el mejor método; lo aplico incluso a este espacio). En este sentido, el valor de un restaurante en 2022 se relaciona ya no a la comida que sirve, sino a la estética que brinda. Consumimos (en este caso, sitios cool para la foto) para ser consumibles (atractivos, deseados, likeados, según corresponda). Ordenamos el plato de moda porque las vibes are cool y esa influencer filmó un video con grafittis de fondo que tuvo miles de likes. Poco sabemos qué esperar en boca porque el reel nunca lo explica más que con adjetivos pobrísimos. Sencillamente, la meta de ese formato corto y rápido no es informar, es vender. Vender el perfil del restaurante, el del influencer, el de la bodega que acompañe, el de la marca que auspicie. Se impone así un estilo de vida, una idea de éxito, una meta a la que aspirar. Nada nuevo bajo el sol, claro, porque esa es la finalidad ulterior del salvaje sistema capitalista en el que vivimos. Sin embargo, esta vez el marketing y la publicidad nos llegan disfrazadas de “noche divertida con amigos” en forma de un reel casual.
En palabras de Elsa Yranzo: “Dejémonos de vender por vender, consumir por consumir y volvamos a alimentar estómagos, cuerpos, mentes y corazones para cuidarnos, curarnos… y restaurarnos”.
Por otro lado, el consumo gastronómico mediatizado por la pantalla nos enfrenta a otra arista que se suele pasar por alto: consumimos comida sin comerla. En redes, el acto de comer se reemplaza por la acción de ostentar estatus y crear contenido que lo muestre. Se trata menos de ingerir calorías y más de ir a dónde hay que ir, pedir lo que muy pocos pueden pagar, saber dónde sentarte para aprovechar la luz, filmar, tomar fotos, editar. La verdadera gratificación no proviene de los cinco sentidos en la experciencia al degustar, sino de la foto subida, el reel viralizado, los seguidores que aumentan.
Como millenial, crecí rodeada de publicidades noventosas de comida procesada que los medios tradicionales intercalaban con dietas como la de la sopa, la Luna, la disociada, la Scardale (te sugiero el ejercicio de pensar cuántos tipos de dietas conocés; resulta espeluznante). Cuesta procesar tantos mensajes contradictorios que nos aleccionan desde todos los frentes. Antes, solo desde la TV y las revistas; ahora, en mi propio bolsillo desde mi teléfono, permanentemente. Cada día publicitan un nuevo postre im-per-di-ble al mismo tiempo que nos dejan claro qué tipo de cuerpos triunfan y cuáles no. Podemos comer “permitidos”, siempre y cuando quede claro que después nos mataremos en el gym para “equilibrar”. La imagen de la comida se vuelve, en este contexto, más segura que el acto de comer. Satisface nuestro apetito de narcismo y también el literal: ver comida es lo más parecido a comerla.
Según explica Amanda Mull en este artículo:
“En un mundo donde hace tiempo las mujeres aprendimos las consecuencias sociales de consumir cosas ricas, que un plato tenga buen sabor es una preocupación menor. Marcas e influencers por igual siguen el mismo mandato: COMÉ CON LOS OJOS, NO CON LA BOCA. ESTA COMIDA ESTÁ HECHA PARA ESO”.
Sabemos perfectamente cómo funciona el cuerpo humano y aún así seguimos a esa influencer que come 3 veces las calorías recomendadas y, según muestra, sigue teniendo cintura de avispa. Un análisis mínimo arroja como conclusión que existe un retoque/photoshop evidente. No sorprende: lo que vende es la fantasía, no lo que efectivamente se lleva a la boca. Una activista gorde ingiere una ensalada en cámara y debe aguantarse insultos. Una influencer hegemónica destruye una hamburguesa quíntuple cheddar plasticoso y recibe halagos. Es indignante cómo a nadie le preocupan los festines pantagruélicos ni la salud si la persona es delgada.
El acto de comer es político
"La conciencia de lo que significa comer puede liberarnos de los deseos fabricados y comercializados que nos manipulan y anestesian". Alain Ducasse sostiene que comer es un acto político, "porque al elegir comer un producto u otro, de esta manera u otra, tenemos el poder y la opción de destruir nuestra salud y la del planeta, los sectores económicos y sociales de nuestro patrimonio culinario, o bien contribuir a construir y a alimentar al mundo”.
Lo explica magistralmente el consagrado chef francés, lo digo yo como puedo en esta newsletter desde su origen: nuestro consumo genera sentido, moldea el mundo. Si nos interesa construir otro modelo, debemos informarnos y responsabilizarnos de nuestras elecciones, nuestros likes, lo que apoyamos. La sensación de que lo que existe es lo único que podría existir es una falacia. La Gastronomía Humanista que propone Ducasse en su libro constituye un excelente punto de partida para repensarnos:
crear espacios digitales nuevos, más transparentes y honestos, alineados con nuestros valores y lo que pretendemos defender.
transmitir recetas familiares, sabores ancestrales, conectar con la comida más allá de la espectacularización de las pantallas.
informarnos sobre la tierra, sus ciclos, cómo y cuándo se producen los alimentos (muches no saben por qué el tomate es tan insípido en invierno, por ej).
entender cómo afectan al planeta los monocultivos y la agricultura industrial, y fomentar proyectos que garanticen calidad alimentaria para todo el mundo.
desarrollar una cultura basada en la exploración de la diversidad, la empatía y la convivencia en torno a la comida que incluya todos los niveles de la sociedad.
desarrollar relaciones que creen valor en base al placer compartido de la comida para asi tejer un vínculo social más humano.
La famosa canción de Fito nos interroga: ¿Quién dijo que todo está perdido? Bueno, creo que es una idea que difunden precisamente los que se benefician de que pensemos que las cosas no pueden cambiar. Tenemos el poder al alcance de nuestra mano: no hacer clic, dar unfollow. Podemos dirigir la atención a iniciativas como las mencionadas anteriormente y así construir una presencia digital coherente con lo que queremos ver en el mundo. Volver a elegir restaurantes en base a cuánto nos gusta lo que sirven, más allá de que no garpe en Instagram. Subir una foto de comida “fea” como un guiso o una sopa, o con mala luz. Salir de la narrativa que dicta que si la comida no luce bien, no merece ser mostrada. Volver a comer y abandonar el acto performativo que asociamos hoy con el momento de sentarse a la mesa. Pequeñas acciones como estas ayudan a marcar el camino si no sabemos bien desde dónde arrancar o cómo comprometernos.
“Estamos convencidos de que la gastronomía es uno de los motores humanos que puede ayudarnos a afrontar los nuevos rostros que adoptan la violencia, la incivilidad y la barbarie, la perspectiva de una civilización de la empatía…” escribió Ducasse sobre el papel que jugará la gastronomía en la construcción del futuro mundial.
¿Vos de qué lado querés estar?