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Con el Inglés estamos buscando casa. Mejor dicho, estamos buscando hogar. Qué forma tendrá, dónde se emplazará… bueno, aún lo desconozco. Lo único que puedo imaginarme por ahora es la cocina: luminosa, acogedora, con abundante espacio de mesada. Es el ambiente en el que más tiempo paso, ya sea en la tabla de picar o en la mesa con la compu, escribiendo.
Aunque los medios hegemónicos argentinos pinten al hemisferio norte como una panacea, la realidad inmobiliaria de Londres no escapa al contexto de crisis de vivienda mundial. Alquilar un espacio propio ha reemplazado el sueño de comprar una propiedad, lujo inalcanzable para la mayor parte de la población (acá y allá, y más lejos también).
Al momento de elegir, con mi compañero evaluamos todos los gastos: renta propiamente dicha, council tax, impuestos, tasas, servicios y transporte. Desde la primera vez que pisé suelo inglés en 2018 hasta hoy, el costo de vida no ha parado de subir. En un año British Gas pasó de recaudar 72 millones a 751 millones de libras. Imposible que el bolsillo aguante en esta economía capitalista del infierno.
No obstante, entre todas las variables que escapan de mi control (y me angustian), los gastos de comida se figuran como una de las pocas cosas que puedo adaptar. Según los precios suben puedo cambiar mi consumo, reemplazar un ingrediente por otro o reinterpretar la manera de encarar un plato.
En la Miscelánea de hoy se me ocurrió responder una de las preguntas que con más frecuencia recibo: ¿Pero cómo haces para ser tan creativa en la cocina? El interrogante suele venir acompañado de una breve explicación donde me cuentan que les cuesta comer por fuera de “lo de siempre”, que se aburren de tener que pensar qué comer o que no tienen ideas.
Como conversamos con Pau en el episodio 2 de la tercera temporada de mi podcast, yo suelo saber qué quiero comer. Puedo interpretar qué plato tiene sentido preparar según cómo me siento en cada contexto (propio e intransferible): cuándo no tengo ganas de cocinar, cuándo estoy bajoneada o cuándo vuelvo de noche tarde a casa.
Para descubrirlo, primero, hay que darnos permiso de ser sujetas deseantes.
Cuando el rol de cuidadoras nos fagocita, es lógico desconocer nuestro apetito. Eso sin contar los innumerables estímulos que juzgan lo que deberíamos ingerir o, mejor dicho, lo que deberíamos eliminar. Hemos perdido la intuición y la capacidad de entender nuestro hambre, saturades de opciones listas-para-calentar en la zona de congelados del súper. Hemos demonizado grupos alimenticios enteros solo porque les influencers los vapulean. Hemos incorporado prácticas de “desintoxicación” mientras les doctores nos aclaran que para limpiar el organismo ya tenemos al hígado y los riñones. En resumen, hemos encontrado nuevas formas de disciplinamiento a través del cuerpo que suprimen la conexión natural con el alimento.
Mi menú semanal no es vegano, ni gluten free, ni libre de lácteos. Incorporo la mayor cantidad de vegetales posibles, pero los remolco con harina de trigo, manteca y quesos de buena calidad. Respeto el paladar de mi marido vegetariano, al mismo tiempo que alimento mi necesidad de cocinar lo que la identidad me dicta.
Detrás del éxito, que en este contexto significa AHORRO, no hay más que la aplicación de un sistema. Ya escribí sobre el origen del Método Licha en esta newsletter, pero hoy quisiera mostrarlo en práctica. Sé empíricamente que cualquiera puede llevarlo adelante. He presenciado cómo se adapta a las más diversas circunstancias, hogares y restricciones dietarias.
Como regalo para quienes sostienen económicamente este espacio, después del paywall relato en detalle la planificación de mi Menú Semanal.
A saber:
Análisis preliminar: cómo establezco qué y cuántas comidas planear.
La compra: cómo armo la lista de ingredientes, dónde los adquiero y cómo los conservo.
El Método en acción: mi semana, plato a plato, con su lista de compras diseccionada.
Rechazo de la receta: variantes infinitas sobre lo mismo. Fotos-inspiración-disparadores creativos.