Me pasé el lunes indagando un disco rígido viejo que encontré entre las pertenencias que albergo en casa de Mamá, o mi casa (ya es hora de que lo admita). Recorrerlo entero resulta imposible; son demasiadas carpetas, en demasiados álbumes, con nombres inconexos como @(nombre de bar) o nueva carpeta (2). Al menos por el momento, prefiero ordenarlo en constantes que se repiten. Me permite entender su contenido en impresiones básicas, en sensaciones, en tendencias.
Sumergirme en mi archivo personal resulta urgente, sobre todo porque abarca una década que hoy me parece muy lejana: mis veintes. Hasta hace no tanto me parecía que los había atravesado ayer; hoy, al analizar estas imágenes, creo ver la vida de otra pero con un rostro parecido: más relleno, más fresco, algo más tímido. La constante es la sonrisa generosa. Soy la misma y, a la vez, no soy.
Rescaté unas cuantas fotos que llamaron mi atención, sin ningún criterio en particular. Me fascina, admito, encontrar patrones entre lo que mis ojos registraron entonces y lo que eligen capturar hoy: amigos, arte, comida, viajes.
Me divierte trazar paralelismos y diferencias.
De fondo, me voy a preparar una tortilla para mí sola. Lo experimento como un gesto de cuidado muy claro: ¿Es un laburito cocinarla? Sin dudas. ¿Lo hago usualmente por los demás? La respuesta es siempre afirmativa.
Concluyo en que yo merezco lo mismo que doy a otres en forma de amor comestible. Me autoagasajo. Marche esa tortilla con mi playlist dosmilosa nostálgica de fondo.
Documento Archivo Personal Histórico - Mis 20s
Me veo y sé que soy esa, aunque ya estoy tan acostumbrada a mis tatuajes que su ausencia me incomoda. Reconozco mis rasgos más suaves, más redondeados. Valoro recién ahora mi notoria juventud, que en el momento daba por sentada. Recuerdo que tenía complejos con mi aspecto, como (casi) todas. Aún no encontraba en los medios otra representación posible de la belleza. La obsesión noventosa por la extrema delgadez aún calaba hondo en mi psiquis. Me autocriticaba cualquier pliegue de piel al sentarme o hasta la forma de mi ombligo (!).
Aún me daba vergüenza mostrarme en toda mi extroversión en la vida diaria, pero disfrutaba de hacerlo esporádicamente en el escenario. Allí me sentía comprendida y celebrada en mi histrionismo. No cabe duda de la escuela de amor propio que fue esta etapa.
Y eso es todo lo lejos que puedo llegar con una descripción seria de lo que me genera esta imagen. La peluca, comprada en oferta en una casa de cotillón, fue parte de los primeros shows de mi banda The Box. La historia detrás de la “sesión” me lleva a una tarde donde nos dedicamos a maquillarnos mutuamente con una (hoy ex) amiga.
Contarles por qué salió de mi vida sería demasiado extenso para esta news. Además, su alejamiento no ocurrió durante el periodo que comprende el presente registro fotográfico. Sin embargo, no puedo ver esta imagen sin pensar en ella y en cómo todo terminó horrendamente.
La foto pinta un cuadro TAN mi Madre.
La cocina, impoluta, como si no hubiese estado amasando a mano hasta hace breves instantes. No hay un rastro de harina ni masa pegada a la mesada. El metal de los anafes resplandece para recibir una cascada de tagliatelles cortados a mano; se secan en un palo antes de hervirlos, colgados en donde se pueda. El salero Celusal, ícono marplatense, y el pimentero miniatura parecieran estar subiéndose a un tobogán de pasta.
En breve comenzaría a rallar los tomates para la salsa. Presionaba la piel contra la palma, de manera que la pulpa quedase en contacto con el utensilio. Con esta técnica los exprimía hasta sentir la piel de la fruta casi en su propia piel. Luego, en una sartén doraba bastante ajo picado en oliva. Una vez que lo sintiese bien fragante, agregaba la pulpa colorada y cocinaba pocos minutos.
Solía decir que le gustaba sentir el sabor del tomate fresco, no concentrado. Siempre me pareció que contradecía todas las recetas de tucos. Sin embargo, respetaba su propia regla a rajatabla y ni en restaurantes paquetes ordenaba platos a base de salsa de tomate.
Creo que la imagen conmemora mi tercer tatuaje. Hace tiempo perdí la cuenta, pero durante esta época recuerdo que solo me pinchaba la piel Lucho. Cuando comencé con la idea de dibujarme el cuerpo, Mamá me dejó sin muchas vueltas pero con una condición clara: te los harás en el establecimiento donde va tu hermano. Ni conocía ni el nombre del artista, pero el sello de aprobación del primogénito parecía resultar más que suficiente.
En esa época hacía bastante yoga, cantaba mantras y meditaba. Quizá sea este un buen recordatorio de mi Yo pasado. La práctica consistente me traía mucha paz. Lo disfrutaba. El tattoo en cuestión dice, en sánscrito, Om Mani Padme Hum. Se cree que recitando este mantra una y otra vez, con la intención correcta, nos podemos deshacer de la suciedad hasta que ser tan brillantes, puros, compasivos y sabios como la flor de loto.
Om = la vibración o sonido del universo; representa la energía divina y la generosidad y purifica el ego.
Ma = representa la ética y purifica los celos.
Ni = representa la paciencia y purifica la necesidad o el deseo.
Pad = representa la diligencia y purifica la ignorancia y el juicio.
Me = representa la concentración y purifica el apego.
Hum = la unidad de todo; representa la sabiduría y purifica el odio.
Debería preguntarle qué piensa a mi amiga Magui, que acaba de lanzar Yoga en Palabras. Si les resuena, no dejen de visitar su nuevo proyecto, leerla y acompañarla.
Durante mis veintis viví dos vidas simultáneas. Si bien durante el día me la pasaba en la facultad de Letras o en yoga, de noche salía a cantar lookeada como una artista pop. Mi colección de botas negras lo atestigua:
Las de excelente cuero y taco grueso, ideales para saltar.
Las que compré en Brasil, de taco aguja, para las cuales ahorré todo el viaje al verlas el primer día en una vidriera.
Las de montar, cómodas, que usaba para ir a la facultad y a ensayar.
Por último, las bucaneras de punta fina. Me abrazaban los muslos hasta bien arriba, haciéndome sentir Vivienne en Mujer Bonita.
Quince años después, casi nunca uso tacos ya. Conservo pocos pares y vestirlos conmemora una ocasión especial, que disfruto mucho pero no me interesa repetir asiduamente. Comodidad has won, como me decían todas las mujeres de 40 cuando yo tenía 21.
Esta noche con amigues nos juntamos a comer embutidos y croquetas caseras de pollo. El armado de dichas delicias españolas llevó toda la tarde, porque las preparamos como Dios manda: pollo hervido en caldo, después deshebrado, y una bechamel espesa hecha con el caldo de pollo filtrado y leche. Después de empanarlas y freírlas una por una, las depositamos triunfantes, con mi coequiper Plíacos, en una mesa rebosante de fiambres, aceitunas, gaseosas y snacks. ¡Hasta diviso fatays caseros!
La juntada con mis seres querides parece mediarse siempre por un agasajo, algo pantagruélico en este caso. Como expatriada, me hacen tanta falta estas reuniones que giran en torno a cocinar juntes, a la sobremesa y a comer hasta que nos desabrochemos los pantalones. No es una práctica común en Reino Unido, pero la elijo por sobre cualquier restaurante Michelín, any day.
Mi gata Luna, la compañera que amé desde mi preadolescencia hasta finales de mis veintes. La llevo tatuada en el brazo porque fue muy importante en mi vida. Fue la primera mascota que consideré verdaderamente mía. A pesar de que también amaba a Mamá, dormía conmigo todas las noches en algún momento y siempre encontraba el modo de estar en el mismo espacio que yo. A veces, hasta el punto de sentarse sobre mis apuntes mientras estudiaba o adentro del bidet mientras yo hacía pis.
Se quedó despierta conmigo estudiando noches enteras para finales de la facultad. Aquellas madrugadas donde no podía conciliar el sueño, ella parecía presentirlo y se acurrucaba más cerca que nunca. Sus ronroneos suaves me calmaban y daban paz.
Murió de viejita. La enterramos en Mar de Cobo, en casa de mis tíos. Creo que tuvo una vida re feliz. Fue muy amada, como lo atestiguan las incontables fotos abrazada a mi mejor amigo, o con las extensiones de Juli a modo de peluca, o durmiendo la siesta encima mío.
Y cómo olvidar esa peculiar manera de sentarse.
Sigo sin entender cómo, en 2010, 7 amigas lograron organizarse para irse todas juntas a Camboriú. Con el correr de los años, y las nuevas responsabilidades, cada vez se nos complicó más la agenda y hoy sería irrisorio planificar semejante viaje multitudinario.
Nos fuimos para allá en colectivo de larga distancia. Tardamos dos días. Fue parecido a un viaje de egresados adulto: con muchas más libertades personales, pero igual de gasolero que a los 17. Guardamos en cada valija un kilo de yerba y varios paquetes de galletitas para aguantar con eso el hambre al mediodía. Nuestra estadía incluía desayuno y cena, donde nos cargábamos el buche incansablemente bien sabiendo que durante varias horas no nos sentaríamos a comer.
Sin embargo, no había reglas respecto de dónde desembolsaba cada una su dinero suelto. Algunas se compraron pareos o mallas en la playa; yo, como era de esperarse, lo gasté en morfi.
En la foto, camarão empanado; más rico siempre cuando lo devorás con los pies enterrados en la arena tibiecita. Otro hit del street food brasileño es el queijo na brasa, preparado en el momento por los vendedores que deambulan por kilómetros de playa paradisíaca. Se trata de queijo de coalho asado sobre una especie de mini parrillita improvisada. Es calentito y chiclosito, y tiene ese gusto ahumado inconfundible. Después de traer su sabor a mi memoria concluyo que existe una sola cosa mejor que la comida callejera: la comida playera.
Con Mamá en Chicago. En Guatemala. En Fortaleza. En Disney. En Florianópolis. En Nueva York. Viajé muchísimo con ella durante mis veintis. No fue todo color de rosa. Muchas veces nos peléabamos por nuestros caracteres demasiado parecidos. Pero, mierda que me alegro de habernos disfrutado así juntas durante esos años.
Mamá abrazada a nosotres; Mamá con bolsas de compras (algo que antes no podíamos); Mamá degustando alguna especialidad local; Mamá esperando que nos bajemos de una montaña rusa; Mamá y sus caras graciosas; Mamá sonriendo; Mamá riendo; Mamá siendo Mamá.
Después de tanto esfuerzo, me habría encantado que tuviese la chance de experimentar durante más tiempo esta vida. No se pudo pero, gracias al inesperado balance que se gestó al analizar mi propio archivo, me doy cuenta de que sí gozó del mundo durante una década. No será lo que soñaba para ella, pero de todos modos sé que fuimos inmensamente privilegiadas. Me anclo en la gratitud de habernos deleitado en mutua compañía, en los rincones más idílicos de las geografías que tuvimos la suerte de conocer. Juntas.
¿Qué saco en limpio del análisis del propio registro de mi vida? De todo, a decir verdad. En principio, reafirmo lo importante que es capturar instantes y guardarlos, más allá de que en el momento la foto no me guste o el videíto parezca intrascendente. La perspectiva cambia cuando pasan 10, 15, o 20 años. Esa expresión propia que me disgustaba, me parece tierna. Esa charla en un auto donde manifiesto “Qué video aburrido estoy haciendo” es de los tesoros más preciados que encontré.
Me miro con más amor. Me entiendo con el diario del lunes.
Somos las mismas y no. Nos reconozco en las risas y en los estilos para vestirnos, pero ya no en lo que nos preocupaba o interesaba. Somos las mismas y no porque algunas ya no están, pero llegó gente nueva y crucial que en este registro no aparece. Somos las mismas y no porque fuimos improvisando encima de una base que ―confirmo― siempre es igual, aunque nuevas capas de entendimiento se forjaron alrededor de ese núcleo.
Se construyeron nuevos ambientes alrededor; se amplió el hogar; se proyectó la visión desde las ventanas, que ahora dejan adivinar un lejos en pos del cual ilusionarse.
Presiento que no haré más en los años venideros que seguir sumando estratos de autoconocimiento. Intuyo un devenir expansivo inevitable: más habitaciones para esta casa de mí misma que soy, más ambientes que no puedo ni concebir porque aún no existen, más construcción en direcciones que no puedo anticipar todavía.
Envejecer (y crecer) borra lo que había antes pero siempre deja pistas, en un palimpsesto único e irrepetible. Superponemos, mezclamos y sustituimos elementos previos para crear unos nuevos.
¿Cómo seguiré construyendo sobre lo construido? Orgánica y naturalmente, sin esfuerzo deliberado mayor que el de comprometerme con mi propia evolución.
Recorrer el propio archivo brinda pistas de mi pasado para entender el presente y adivinar el futuro.
En las áreas donde no me agrada lo que intuyo podría venir, pienso en el enigma freudiano que apunta al mañana:
En términos del palimpsesto, ¿cómo podría la humanidad construir una cultura que alterara de modo radical los códigos genéticos del animal que subyace en su propia evolución?
Respuestas, como siempre, ninguna.
Acá amamos la pregunta.