Mamá solía decirme que, de chica, me caracterizaba por jugar con el cuerpo.
Apenas tuve la capacidad de mantenerme erguida, ya disfrutaba bailar en pañales sobre la mesa del comedor mientras toda la familia aplaudía. Después de retirar la fuente de ravioles y limpiar las miguitas del mantel, me subían a este escenario improvisado donde, según cuentan, me movía al ritmo de la música o las palmas. Un par de años más tarde ya organizaba conciertos impromptu en el entrepiso de la casa de mi tía Marta. Imaginaba que los que miraban desde abajo eran mi público mientras entonaba canciones de Valeria Lynch. Luego en casa, donde jugaba mucho sola, diseñaba circuitos de obstáculos con los muebles del living o conducía programas de TV imaginarios el espejo de la habitación de mi mamá. Ya de preadolescente, dedicaba incontables tardes a grabar videoclips de MTV en la casetera para luego reproducirlos a mansalva y así aprenderme las coreografías.
Cuando por fin tuve edad para que me permitiesen ir a una matinée, me sorprendió negativamente que los demás apenas se moviesen en la pista. Para mí ir a bailar significaba por fin ser parte de un momento de disfrute único: la música, el cuerpo, las luces, la libertad de explorar con otres cómo el ritmo se hacía carne.
No sé bien en qué momento comencé a sentir que estaba mal experimentarlo así. Seguramente haya sido un cúmulo de circunstancias que calaron hondo lentamente, como una gota de agua salada que de a poco carcome la piedra que la recibe. Pero sin esfuerzo puedo recordar dos situaciones de mi adolescencia que me marcaron para siempre (y para mal).
UNO. Anteúltimo año de la secundaria, cerca de diciembre. Nos invitan a la fiesta de graduación de los mayores. A la salida del colegio, dos amigas me entregan una carta. La recibo y me subo al auto del papá de (mi también amiga) V. La leo para adentro y me largo a llorar. Se la paso a V. para que entienda mi desconsuelo:
“Sabemos que vas a ir a la fiesta y queríamos pedirte que por favor trates de no llamar la atención porque no es TU evento”.
V. lagrimeó un poquito conmigo. Con toda su empatía, sintió mi dolor como propio. Después de abrazarme me dijo —con una tranquilidad que recuerdo hasta hoy— que no tenía que cambiar mi manera de ser porque a otros les molestase. Que ella me quería tal cual era. Que los del problema eran aquellos que no me supiesen ver genuinamente.
DOS. Bariloche, viaje de egresados. Un coordinador cuya cara no recuerdo hacía chistes mientras esperábamos salir de excursión. Todo nuestro grupo se amontonaba como ganado detrás de una tranquera. Él se había parado en las maderas que nos separaban, haciendo equilibro. Por algún motivo, dirigió su atención a mí:
“¿Sabés cómo te dicen a vos? Satélite. Te crees una estrella y sos un aparato”.
La única reacción posible para la Lujan de 17 años fue reír falsamente, minimizarlo y seguir. Nadie le dio particular trascendencia a la “broma”, pero para mí fue devastadora. Sin herramientas para entenderme, solo rebotaba entre preguntas sin respuesta: ¿Por qué a cierta gente le molesta mi extroversión? ¿Por qué no puedo bailar como a mí me gusta? ¿Por qué si me visto así los demás se sienten incómodos? ¿Por qué?
20 años después me sigo acordando. El cerebro selecciona cuidadosamente qué situaciones formativas conservar para dar cuenta de nuestros miedos y vergüenzas.
Los años posteriores a la escuela secundaria me dediqué activamente a tratar de suavizar mi personalidad. Sentía que era mucho (yo, en mi totalidad, como concepto), que mi forma de ser no caía bien, que no me iban a querer, que era repelente ser como era. Me parecía fundamental achicarme, mutearme, no hacer para que no pensaran que quería “llamar la atención”.
Preferí amoldarme todo lo posible para evitar el choque, la incomprensión, el rechazo. Entrar a la facultad me vino como anillo al dedo para intentar ignorar mis inclinaciones artísticas. Suponía que debía ser una persona seria para que me considerasen buena estudiante. No tenía idea de cómo canalizar mis impulsos extravagantes, mi obsesión por la música, mi necesidad de escenario.
Completé a toda velocidad la carrera de Traductorado de inglés e inmediatamente me anoté en Letras. En esa época, la amiga de un exnovio me invitó a su casa para que conociese a unos flacos que querían armar una banda de covers. Estrenaba unos incipientes 22 años y me emocionó la idea.
Ya había cantado fugazmente a los 16 con unos compañeros de la escuela, el mismo año del incidente de la carta de mis amigas. Tocar con ellos fue la excusa para que a todo mi grupito nos dejasen salir de noche a una discoteca, excepcionalmente. A esa edad, sin embargo, no me animé a proponer los temas que quería cantar: siempre pop, siempre minita, siempre performativo. La lista de canciones del primer recital de mi vida fue bien rockera. No me atreví a pedirles incluir otra clase de música en el setlist.
La propuesta que llegó a mis 22 se perfiló distinta. Sentí por primera vez que se me permitía ser yo misma. Incluso entendí rápidamente que cuanto más YO fuese, mejor forma tomaba el proyecto.
Así nació The Box (en alusión al canal musical noventoso donde los oyentes pedían videos por teléfono).
Comenzamos con una formación acústica y chiquita. Después de 7 años ininterrumpidos de shows, la propuesta se convirtió en un espectáculo con coreografías, interacción con el público, pelucas, accesorios diversos y momentos al mejor estilo talk-show. Como banda supimos adquirir características de los 4 integrantes, con influencias musicales y estéticas diversas. Versionamos lo inversionable, sin teclados, sin coros, sin guitarra eléctrica y sin pudor alguno. Tocamos por toda la ciudad de Mar del Plata desde 2007 a 2013, en pleno apogeo de la calle Alem y la cultura de la música en vivo.
En este ambiente de libertad y aceptación total pude encontrarme con esa parte de mí misma que no me animaba a mirar a los ojos, ese aspecto de mi personalidad que consideré excesivo e incluso incomprensible. Durante el periodo en que tocamos en (casi) todos los bares y discotecas marplatenses, The Box se convirtió en un espacio lúdico que me ayudó a definir mi identidad.
Ya nada queda de dicho circuito de bares que recibía una banda distinta cada noche. Los sitios emblemáticos se convirtieron en cafeterías, restaurantes o despensas. La costumbre de ir a escuchar música en vivo desapareció tan paulatinamente que casi no nos dimos cuenta. La mayoría de los grupos que hacíamos música como laburo fuimos desvaneciéndonos de la misma manera.
Seguí camino y alimenté otras pasiones igualmente importantes para mí: la palabra y la cocina. Me di cuenta de que el hilo conductor de mis intereses siempre fue y es el otre y mi intento de acercarme: con una canción, con un texto, con un plato.
Como me percibo en la vida en relación a mis pasiones múltiples refleja cómo me siento respecto de esta newsletter. A veces pienso que debería entregarme solo a escribir desde una perspectiva gastronómica; otras, creo que mi fuerte es la narrativa personal; algunos días solo quiero abordar cada latitud que visité. Casi siempre concluyo que no tengo por qué ceñirme a una sola cosa. Nadie me lo pide, pero no puedo ignorar que vivo en un mundo cada vez más fragmentado e hiperespecializado. La clave del éxito, dicen los expertos, es encontrar aquello para lo que sos bueno (o para lo que hay nicho) y practicar hasta lograr la excelencia (o el éxito comercial).
Pero, ¿qué ocurre si no quiero dedicarme a una cosa sola?
Quizá renunciar a la grandiosidad sea un precio que deba pagar.
Tal vez prefiera estudiar cómo mis pasiones se alimentan mutuamente y me hacen ser quien soy.
No encajo en el molde de lo que se supone es una cocinera, una escritora o una cantante. Hoy me muestro al mundo en todo mi carácter único, aunque probablemente a muches no les convenza. Será más complejo publicar a una escritora que canta semidesnuda. Será más difícil que confíen en los platos de una cocinera que se la pasa escribiendo sobre problemas existenciales. Será casi imposible que le tengan fe al show histriónico de una piba obsesionada con que desaparezca el arroz parboil.
Estoy aprendiendo a reconocer que nunca seré la mejor en ninguna de las aristas que me componen. De a poco me desprendo del ideal de que para honrar mis talentos debo recibir reconocimiento masivo por ellos. También va quedando atrás la búsqueda de un trabajo que pueda unificar mis pasiones y me abra las puertas de la satisfacción laboral “total”.
Con la aceptación de mis intereses múltiples llega una extraña tranquilidad que me permite encontrar realización en situaciones mucho menos grandilocuentes. Tan solo quiero hacer aquello que me gusta y disfrutarlo con consciencia. Preparo las recetas de mi abuela y las documento para la posteridad. Repaso los signos de puntación de los diálogos porque sueño con presentar mi cuento en un concurso. Disfruto de una noche de pop con The Box después de diez años de no tocar y me siento la misma pibita estrafalaria de siempre.
Cuando pienso en los recuerdos más memorables de mi vida, no me viene a la mente el día que me aumentaron el sueldo, ni cuando me saqué un 10 en la facultad, ni cuando salí en la TV o en el diario. La excelencia no me llena el alma, sino que alimenta métricas competitivas ajenas que, al fin del día, me importan poco y nada.
El factor común de mis momentos de mayor dicha es la presencia del otre y la conexión que allí se genera.
gracias por dar voz a lo que siento
Primero que nada me gustaría abrazar a tu vos de 17 años que tuvo que soportar esos comentarios tan feos y que tanto nos definen cuando tenemos esa edad.
Me encantó la frase "Estoy aprendiendo a reconocer que nunca seré la mejor en ninguna de las aristas que me componen" y me siento muy identificada.
Me gustan muchas cosas, tengo múltiples trabajos que no se relacionan y quizás no sea la mejor en todas ni nunca vaya a serlo, pero no me importa porque eso es lo que me hace feliz. A veces la gente te juzga porque haces muchas cosas, no termina de entender. Miles de veces me han dicho "Y por qué no trabajas de lo que estudiaste?" Si trabajo de eso y de varias cosas más.
Hace unos meses me recomendaron un libro que se llama "Lo único", que sostiene esto que vos decis, que hay que encontrar una cosa que te guste y especializarte porque sino vas a ser mediocre. Me pareció horrible el mensaje.
Qué bueno que somos muchos los que nos gusta hacer mucho!