“Sé que no como de manera normal, consecuencia de mi suerte y privilegios, pero por ese motivo deseo abogar por un mundo donde la suerte y el privilegio no sean los factores que determinan si accedemos a alimentos frescos, nutritivos, asequibles y culturalmente adecuados. Ese es el futuro que le deseo a la comida”.
Fragmento de No Meat Required de
(mi traducción)Hace un año ya escribí una newsletter sobre el concepto de “fingir demencia” como manera de habitar el mundo sin cuestionarlo. El puntapié entonces fue observar cómo tratamos al alimento: otro marcador de estatus, otra forma de consumo desaforado, otra commodity más. Discurrí sobre cómo despojamos al acto de comer de su rol de combustible corporal necesario, supeditamos sabor a conveniencia y, sin chistar, nos entregamos a la góndola de ultraprocesados para tener más tiempo de escrollear en la plataforma que más nos atrape.
Aquelles que nos interesamos por la comida y la divulgamos, de una u otra manera, solemos dar por sentado nuestra capacidad de elección sobre lo que ingerimos. Nuestro discurso omite a la enorme demográfica que come lo que puede, no lo que quiere.
Durante mi infancia se comió “lo que había”, es decir, lo que mi Abuela llevaba a la mesa. No se compraba gaseosa ni productos de copetín salvo que se tratase de una ocasión especial, delimitada a un día concreto. Licha no conocía la quinoa, ni el veganismo, ni la intolerancia a la lactosa. Con mi abuelo tenían en el patio algunos conejos y gallinas; cada tanto aparecían en la olla, sin que los más chicos de la familia relacionaran ese trozo de carne con el animalito que habían acariciado.
El paso del tiempo me permitió diseñar mi propio camino en la cocina, sobre las bases de lo aprendido en casa. Sin embargo, como indica la cita de AK con la que abrí esta publicación, sé que mi manera de comer es producto de la suerte y el privilegio.
No solo soy afortunada por poder comprar (la mayoría de) los ingredientes que deseo, sino que cuento con espacio de guardado, utensilios y conocimiento para procesarlos. Con Pau Caldo profundizamos sobre el asunto en este episodio de podcast.
¿Cómo remoja legumbres una persona que solo tiene una olla? ¿Cómo incorpora avena quien jamás la probó antes ni vio cómo se prepara? ¿Cómo recicla las sobras quien no tiene heladera para guardar restos de comida? ¿Cómo elige lo “saludable y horneado” quien no puede costear la garrafa de gas?
Soy consciente de las limitaciones de mis preguntas, supeditada a mi propia experiencia privilegiada. Entender el lugar que ocupo en el mundo se traduce, por un lado, en una visión más apreciativa de mis circunstancias. Por otro, resalta la necesidad de pensar nuevos caminos para reestructurar radicalmente nuestra relación con el alimento: de quién es la tierra que lo produce, de qué modo se produce, cómo se garantiza una vida digna a quienes lo producen.
Imaginar un mundo distinto suena utópico si nos centramos en los colores brillantes de los paquetes plásticos o las luces blancas hospitalarias de los supermercados. No habrá un capitalismo ecológico que nos salve de la debacle. Debemos empezar por lo personal (que es político) y cambiar el modo en que nos vinculamos entre nosotres, primero, y con las estructuras de poder, después.
En palabras de AK: “Seguiré imaginando un mundo distinto donde la fruta abunda en la mesa, donde disponemos de tiempo libre para prepararle la cena a nuestra familia, y donde contamos con el dinero necesario para comprar ingredientes cultivados con esmero por trabajadores que reciben un salario digno (…) Espero que haya más y mejor para todes”.
Laura Lazzarino, la invitada de hoy, siempre incluye la comida en sus relatos de viajes. Su enfoque para desplazarse por el globo (¡hace catorce años!) no tiene nada que ver con el de los influencers que saltan de destino en destino en busca de material estético para sus redes sociales.
Admiro la escritura coherente y humana de Lau, quien no te cuenta cómo vive sino que vive como te cuenta. La diferencia es sutil pero crucial, como evidencia el texto que nos regala a continuación.
Solo se trata de elegir
Texto y fotos: Laura Lazzarino
La semana pasada tuve un ataque de fiebre mermeladística. Me agarran cada dos por tres, sobre todo cuando se acaba el verano y la ventana de mi cocina deja de ser un farol para convertirse en neblina. Suelo inaugurar el otoño así: a dos ollas, pelando frutas, con la casa oliendo a azúcar tibio.
Aprendí a hacer mermeladas cuando me fui a estudiar a Rosario y mi abuela Imperio, después de insistirle un montón, fue a un libro de recetas y me pasó la fórmula de su dulce de tomate. Mi abuela nació en una familia muy humilde en el campo de San Juan, y se casó también con un hombre de una familia muy humilde, en las mismas latitudes. Mi abuelo era camionero, pasaba buena parte del tiempo en las rutas y ella se las arreglaba sola con todo: la casa, los animales, las hijas. A la plata había que hacerla rendir, entonces mi abuela compraba cosas que hicieran rendir las que ya tenía: harina para mezclarla con los huevos de sus gallinas y hacer tortas; sal para preparar la manteca; azúcar para hacer dulce con las frutas pasadas. Mi mamá se crió así: a base de una alimentación casera que escondía muchas veces el peso en el corazón que da la escasez de recursos. Y mi abuela nos transmitió eso: que la comida no se tira, que todo se aprovecha, que lo que ya no sirve para una cosa bien puede servir para otra.
Cuando la familia se mudó a San Nicolás, la ciudad en donde yo nací, mi mamá tenía apenas 13 años. Mi abuela se adaptó más o menos bien, pero junto con las palabras que la acompañan hasta el día de hoy —jamás dirá “hamaca”, sino “columpio”; nunca “un poquito” sino “un chiquito”— se trajo sus recetas. Ya no juntaba la fruta caída de los árboles sino que buscaba ofertas o le pedía la fruta fea al verdulero. Y hacía dulce. Dulce de pera, dulce de manzana, dulce de “tutti frutti” cuando mezclaba todo y, el producto estrella, dulce de tomate. Era imposible que Imperio te pasara una receta y no por maldad, sino porque para ella todo era a ojo, y las medidas, inciertas. “Pelás y cortás unos tomates, los mezclás con la mitad de azúcar y le agregás un chiquito de jugo de limón, para que larguen el agua”. Y ahí empezaba yo: “¿Pero, cuántos tomates, abuela? ¿La mitad de azúcar en peso o en volúmen? ¿Cuánto es un “chiquito” de jugo?”. Así que, como decía, cuando me fui a vivir sola mi abuela fue a los libros y me compartió cantidades exactas para que yo pudiera hacer mis propias mermeladas. Me sirvieron las primeras veces. Después, supongo, se me despertaron los genes y empecé yo también a hacer todo a ojo, a entender perfectamente lo que mi abuela quería decir con “te vas a dar cuenta cuando el dulce esté listo” o, precisamente, lo que era “un chiquito de jugo de limón”.
He perdido ya la cuenta de la cantidad de mermelada que he hecho en mi vida, pero soy muy consciente del efecto que me provoca todo el ritual en sí: no hay vez que pele fruta o revuelva la olla en que no piense en ella, en que no le separe un tarrito, la llame para contarle algo o me quede tildada junto a la cocina pensando en la vida entera y en respirar. Hacer dulce me calma, me conecta. Como decimos ahora: contribuye a mi salud mental.
La semana pasada, como decía, tuve uno de esos fuegos que me agarran de vez en cuando y corrí a la verdulería, compré kilos de pera, de manzana y de mandarina y me puse a cocinar. Durante dos días los vidrios de la cocina se empañaron con el vapor de la fruta cocida. Envasé seis o siete frascos y compartí el proceso, junto con la historia de mi abuela, en redes sociales. Hablé de todo esto que te estoy contando ahora, de la ternura de esos recuerdos, de cómo a veces nos olvidamos de honrar los pequeños legados. Y, como mi abuela, tuve que volver a los libros para pasar las recetas. Recibí decenas de comentarios, pero hubo uno, uno en particular, que se llevó por tierra toda la amorosidad compartida y reavivó otros genes, enceguecidos por el combate que, por cierto, también se los debo a Imperio.
“Venías bien hasta que dijiste que tu abuela cocinaba conejitos”. Yo había comentado que el escabeche de Imperio era imbatible. Delfi, sub 30, remataba con un emoji llorón.
Mi abuela. La que nació en el campo. La que tuvo que encargarse de una casa, tres hijas, y andá a saber cuántos conejos y gallinas y chanchos. La que una vez se fue a caballo con su beba en brazos para llamarlo a mi abuelo y decirle que no le alcanzaba la plata para llevar a la nena al médico, que volaba de fiebre. La que, cuando niña, pasó doce horas sentada a la mesa porque en su casa nadie se levantaba sin acabar el plato. La que repetía la anécdota. La de comida de olla. La que se peleaba a viva voz cuando el carnicero tocaba la balanza. La que detestaba las frutas envueltas en film.
Mi abuela.
La que, ahora resulta, debió ser vegetariana.
Las dietas basadas en plantas son tan antiguas como la historia misma de la humanidad y han encontrado sus raíces en dos factores fundamentales: la cultura y la salud. En América, sin embargo, se empezó a popularizar en la década del 60, en Estados Unidos. Como todo en este mundo globalizado, el concepto descendió poco a poco hasta llegar al sur, a nosotros. No recuerdo, sin embargo, que fuera un tema ni en mi niñez ni en mi adolescencia. La primera vez, de hecho, que tuve contacto directo con personas vegetarianas fue de viaje. Eran, en su mayoría, gringos o europeos y todos se quejaban de lo mismo, casi sin excepción: la falta de opciones en los comedores de Latinoamérica y que les sirvieran pescado cuando ellos —siempre lento pero siempre en inglés— explicaban que no comían carne. Yo era chica, de pueblo y bastante inocente, y sus restricciones me causaban más bien curiosidad. Entendía de lejos sus argumentos, los respetaba en tanto no quisieran evangelizarme, pero no me generaban nada más. Hasta que sucedió lo de La Guajira.
En el año 2011 hice un viaje a dedo por Sudamérica que hizo pico en el que es el punto más al norte de toda la región: Punta Gallinas. El lugar se encuentra en La Guajira, un desierto entre Colombia y Venezuela, donde vive el pueblo wayúu. Yo estaba parando en una playa de la zona, en un hostel muy bonito donde también se quedaba una pareja de australianos cuando surgió la oportunidad. Era fuera de temporada y, por muy poco dinero, un amigo del dueño podía llevarnos a conocer el faro y la región. El paseo incluía el traslado, la visita y un almuerzo con una familia wayúu. Como éramos cuatro y era muy económico, dijimos que sí. No recuerdo mucho de aquel día excepto esto: que fuimos a la playa, que todo era seco como polvo de hornear, que lo único vivo a la vista eran las cabras y unas espinas con arbustos, que en el medio de la nada el 4x4 se frenó y nos tuvimos que bajar. Empezamos a caminar sobre el talco, esquivamos ramas y cuando bien podríamos habernos perdido, llegamos a un solar. Allí había poco, pero muchísimo: una casa de barro, una hamaca entre dos árboles —los únicos—, más cabras, niños, un par de hombres, una moto y una doña, que ya estaba cocinando sobre un fogón. Sé que se charló, que se jugó al fútbol y que en un momento la señora vino y me mostró un queso redondo como una luna, saladísimo, del que después me dio de probar. Yo sabía que los wayúus habían logrado conservar sus tierras a fuerza de aridez, pero no me imaginaba tanto. “Es que no nos metemos con ellos porque pa’ qué, si allí no crece nada”, me había dicho un empleado municipal de la zona, unas semanas más atrás.
El caso es que después de todo eso nos hicieron pasar a la casa, que era en realidad un monoambiente gigante, y nos sirvieron el almuerzo. En cada plato había un pescado frito muy fresco, arroz, y un montón de ese queso, rallado por encima. La familia también se sentó a comer, y el olor a comida atrajo vecinos, un gato que dios sabe cómo llegó hasta allí, y más charlas. La señora se sentó a lo último. Dijo que la pesca era del día, que con las cabras que vendían compraban el arroz y “lo que necesitaran” y que el queso lo hacía ella misma, con la leche de sus animales y un poco de agua de mar. De eso me acuerdo: de su cara, de sus manos, de que el primer bocado me hizo cerrar los ojos y de que no había llegado a comerme ni medio pescado cuando se armó el revuelo. La doña empezó a gritar. Mejor dicho: a gritarnos. Revoleaba su repasador con la furia del desierto frente a nuestras caras blandas, se nos vino encima sin piedad, gritando cosas en su idioma, poseída por los dioses de otro lado, y entonces intervino un hombre y nos sacaron a todos de un tirón. Yo, asustada y aún masticando, me puse a llorar. No entendía nada. De pronto toda la amabilidad se había vuelto odio. Nadie nos daba una explicación y tuvimos que irnos como huyendo, rápido y sin saludar, sin entender porqués. Me pregunté si sería una estafa, pero no tenía sentido. Arriba del auto, ya de regreso, nadie tampoco dijo nada, ni siquiera cuando pregunté, y tuve que esperar a llegar al hostel para enterarme de todo. Ante mi insistencia y mi angustia, el guía se despachó: “Tus amigos”, (no eran mis amigos), “le tiraron el pescado al gato porque dicen que son vegetarianos. Cómo se les ocurre semejante ofensa”.
Los australianos se metieron al cuarto de un portazo, enojadísimos. Yo no tuve el coraje pero sobre todo no tuve las palabras para golpearles la puerta e insultarlos en nombre de todo: mi idioma, mi abuela, mi género, mi latinoamericanidad. Más allá del detalle del gato, de la comida en el piso o del desprecio en su esplendor, lo que a mí me enervaba la sangre era la falta de miramiento. Que no hubiesen entendido nada. Que les hubiera dado igual el contexto, que no hubiesen honrado como es debido el acto de amor, de cuidado, que implica que alguien te dé de comer. Que no hubieran inventado una alergia o una enfermedad para no comer el pescado. Que no hubiesen sonreído efusivamente mientras se comían el arroz como si fuera el mejor arroz de todas sus vidas. No era una cuestión de idioma lo que me fallaba, sino más bien de conceptos. Estaba tan ardida que se me apelotonaban las broncas en la mente, en la boca, y no las podía hilvanar. Los australianos se fueron al día siguiente sin decir ni chau, pero se quedaron en mi mente todos estos años.
He compartido esta historia decenas de veces, en círculos en donde cada vez más gente se vuelca al vegetarianismo y siempre llegamos a la misma conclusión: “pero esos pibes eran unos imbéciles”. Y es verdad. Lo eran. La idiotez no conoce ni nacionalidades, ni credos ni dietas. He viajado con gente complicadísima para la comida, que no tenía nada que ver con la filosofía vegana/vegetariana, y que me ha arruinado la experiencia a base de quejas y narices fruncidas. Y he viajado también con vegetarianos estrictos que, conscientes de su elección y de los entornos, evitaban las situaciones complejas, los momentos incómodos, las confrontaciones innecesarias con la cultura local. Volvería a viajar con ellos sin dudarlo.
Ahora bien, por fuera del círculo amable de mis amigos, me he encontrado con viajeros que seguían dietas basadas en plantas en muchísimas oportunidades. En hostels, conferencias, encuentros de viajeros, expediciones, comedores y claro, en redes sociales. De las preferencias de muchos no me he enterado. Otros, en cambio, me han compartido sus ideas abiertamente, sin que yo se los pidiera. Fue cuando me vieron —no sin sobreactuar una cara de asco importante— comer un anticucho de corazón en la Plaza de Armas de Cusco, o cuando comenté una alergia que de vez en cuando me brota en las manos, o cuando, como la semana pasada, hablé de alguna comida que involucrara algún tipo de animal. Muchas de esas intervenciones terminaron en charlas o debates, en donde casi siempre se repetían los mismos argumentos, muchos de ellos indiscutibles. Se hablaba del daño de la industria ganadera, de la crueldad animal, del calentamiento global. Se hablaba de especismo y de nutrición, se hablaba de espiritualidad, se hablaba de beneficios digestivos. De lo que casi nunca se hablaba (se habla) es de la ventaja de clase que implica poder decidir cómo alimentarse. Tener los medios económicos para comprar los cereales que ayuden a reemplazar la carne, tener los medios ambientales para plantar fruta —y que crezca— en el patio de tu casa, tener la tierra para hacerlo, tener el tiempo para armar tu propia huerta orgánica, tener el conocimiento para saber qué semillas se pueden consumir, cómo consumirlas, el tiempo para dedicarle a ello y el acceso a esa información, tener las ollas —incluso— para poder cocinarlas como se debe. No tener hambre. Sobre todo no tener hambre. Que tu necesidad alimenticia básica esté tan cubierta como para poder elegir qué comer.
Privilegio.
Eso que yo no sabía nombrar. Eso que a los australianos les sobraba como para elegir no mirar por fuera de su ombligo, elegir no detenerse a pensar en el contexto de esa familia que nos estaba dando de comer. Elegir anteponer sus creencias en casa ajena, en país ajeno, en cultura ajena.
Privilegio de elegir.
Eso que mi abuela no tenía a la hora de contar ingredientes para cocinar. Eso que muchos tenemos, eso que damos por sentado, eso que espero que nunca se te y me olvide a la hora de juzgar las cocinas, las alimentaciones y las ollas ajenas.
Hasta aquí, GUARNICIÓN vol 17
La newsletter de gastronomía que te invita a transformar la materia como puntapié para transformar el mundo.
Gracias por leer, recomendar, difundir y apoyar este espacio. Juntes seguiremos expandiendo nuevas perspectivas para pensar la comida y la cocina.
Hermosa carta Luján 💗
Me encanta pensar nuestro vínculo con la comida desde tus palabras.
Deje de comer carne cuando era muy chiquita y siempre me digo, que yo, que puedo elegir, que tengo el privilegio de elegir, elijo comer así. Por convicción, por elección pero sobre todo por emoción. Soy una afortunada.
Así y todo cada vez que voy a mi Rosario, disfruto con el alma la boga a la parrilla que mi tío me regala y esas entrañables tardes de club con familia y amigos.
Y recuerdo con cariño las tortafritas fritas en grasa que compartí con la hermosa María, una abuelita mapuche en Neuquén. Me tuvieron dos días con descompostura pero súper feliz y movilizada de haber compartido esos mates, esa charla, ese contemplar y ese pan hecho con tanto amor.
Gracias por sus reflexiones y sus historias.