No me preguntes cómo pero ya arrancamos la mitad del almanaque 2023. El Inglés está conmigo en Mar del Plata alivianando una demora que no me resulta nada fácil. Tanto me cuesta ejercitar la paciencia que suelo decir que nací sin ella. Creo que no me la concedieron en el reparto de dones humanos, y compensaron su ausencia con una exorbitante necesidad de control. Lo abordé en detalle el mes pasado, así que te invito a leer la newsletter que anexo si te resuena lo de desesperar esperando.
No es la primera vez que el Inglés visita Argentina. El año pasado dedicamos 5 meses a viajar y recorrimos varias localidades de EE. UU., México y Uruguay antes de aterrizar en mi Buenos Aires querido. Mar del Plata fue destino ineludible para, por fin, presentarlo a amigues y familia. El contraste con la visita actual marca una diferencia que yo ya conocía: Mardel en junio es otra historia. No encuentro opciones de planes que me convenzan: un poco porque históricamente acá votan a la derecha, que socava la cultura adrede; otro poco porque la barrera del idioma está ahí y se nota. En verano de 2022 disfrutamos de la playa, que compensó todo aquello que siempre le pedí a MDQ y no pudo ofrecerme. Ahora, en invierno, la lluvia y el frío desmoralizan al más positivo. Y yo ni siquiera soy optimista en general.
Recibo a la estación más fría del año en casa de Mamá. Pensé que estaría acá solo un par de meses estivales pero no, gracias a Migraciones de Reino Unido. El último junio que pasé entre estas cuatro paredes fue ese fatídico 2020. Los recuerdos no dan tregua. Elijo sobrevivir sintiéndolos, pero este mes me sorprendió la culpa de querer quedarme adentro. La presencia del otro evidentemente cambia lo que me permito y lo que no. Me obligo a conjurar planes para que sienta que valió la pena haber viajado 11 000 km hasta este rincón austral del planeta.
Las palabras configuran universos de sentido. Elegir un término u otro para nombrar lo que nos rodea delimita cómo nos paramos ante el mundo. No sin horror descubro que pienso en cómo invierto las horas junto a mi Amor, en si capitalizo su visita. Sacudo la cabeza para despertar otras ideas, o para al menos traer a consciencia la estructura transaccional que estoy aplicando a mi vínculo más vulnerable y cercano.
Adivino un nexo mental subrepticio (o no tanto) entre éxito y consumo, aplicado incluso a los momentos que comparto con quienes más amo.
Me aburre lo que supone que debería divertirme o lo que me divertía antes o lo que veo que divierte a otros. No aprovecho mi estadía con salidas constantes y estoy en paz así, pero me persigue la idea de que al otro le aburra esta versión mía que prefiere quedarse en casa.
Todo está en mi cabeza, como siempre. Lo converso con él y me doy cuenta de que la presión de salir la siento solo yo, que no importa tanto el qué sino el cómo, esa proximidad física que todavía no disfrutamos diariamente por culpa de la burocracia.
Estar presente constituye la medida real de la felicidad compartida, pero el diálogo interno constante me impide disfrutarlo. Me cuento una historia a mí misma en donde el éxito equivale a planes fabulosos y grandilocuentes, aunque NO tenga ganas de embarcarme en ellos. Me juzgo, me reprocho, me peleo conmigo. Al final del día, me dejo arrastrar por las aguas caudalosas de mi propia autocrítica.
La feminista que vive en mí levanta una ceja inquisitivamente cuando afirmo y reafirmo lo mucho que disfruto permanecer adentro de mi hogar y cultivar la presencia desde la cocina. Conecto con el ahora cuando muevo la creatividad para pensar recetas, cuando escucho un podcast mientras amaso, cuando veo cómo le brillan los ojos a quienes prueban mis platos.
Las comidas más simples me atraen como las más apetitosas. Adivino en este gesto algo de cansancio respecto de la proliferación de restaurantes y reseñas gastronómicas. Creo a veces que me sobreestimula la avasallante variedad de opciones. Pienso, también, que se relaciona con la sensación constante que mencioné algunos párrafos más arriba: la de estar perdiéndome de un plan grandioso.
Extraño con nostalgia la época donde ir a comer afuera era anómalo. Siento que abordaba cada menú con inocencia y emoción. Intuyo que cada salida se vinculaba estrictamente con el gusto personal. Aprendí a comer guiada por la selección de restaurantes de mi Madre, quien sabía muchísimo. Diseccionaba la carta con precisión de cirujano, indicándome qué platos valían la pena y cuáles no:
“Empanadas de pollo no, porque lo hacen con los restos que no vendieron”. “Tenemos que pedir esta ensalada porque quiero que pruebes los corazones de alcaucil”. “Acá dice que el pescado del día es abadejo, pero lo vi salir de la cocina y era gris, así que abadejo no es”. “Fijate lo sequita que está la fritura y cómo huele”.
Entiendo quién soy retrospectivamente a partir de sus enseñanzas privilegiadas. Aprendí desde muy temprana edad que muchos locales gastronómicos venden humo, y también cómo identificar a aquellos que sí saben lo que hacen, desde dónde lo hacen y por qué.
En esta era hiperconectada, salir a comer se volvió un acto tan aspiracional que gran parte de la clientela se sienta a la mesa más por la anécdota que por el bocado de turno. En mis cenas popup coreanas, por ejemplo, me han criticado que la comida pique. Al explicar que los platos salen picantes porque así son, me he encontrado con respuestas del estilo “pero a mí no me gusta”.
Pienso entonces, ¿por qué no mejor vamos hacia las experiencias que verdaderamente nos atraen?
Cuando comienza a usarse una comida, comenzamos a verla por todos lados. La clave es que la habilite un cocinero o influencer de renombre. El fosforito, la suprema Maryland o los buñuelos de siempre se volvieron un ítem codiciado, pero no cuando los fabrica la panadería del barrio o la rotisería de la esquina. Son las personalidades que los venden quienes dictaminan si ahora es cool elegirlos y, en consecuencia, dónde garpa probarlos. Lo mismo ocurre con ingredientes exóticos o sabores desconocidos. Se vuelven atractivos al público general recién cuando el establishment culinario les estampa su sello de aprobación. El conjunto de personas influyentes que determina qué es moda comer no acostumbra escapar a un modelo hegemónico de dinero, popularidad y blancura. El artículo La alacena global problematiza la forma en que la autoridad otorga legitimidad:
Desde que la gastronomía se convirtió en un marcador de cultura contemporánea, que ocupa gran parte del espacio que antes monopolizaban la música o la moda, los medios y las redes sociales se han fusionado para crear un deseo aspiracional sobrecargado. En este contexto la idea de usar ingredientes nuevos, hasta ahora "exóticos", solo se vuelve deseable cuando la abordan los creadores de tendencias. Las preguntas que se desprenden de tales representaciones son complejas: ¿Quién puede presentar "nuevos" ingredientes? ¿La aspiración, que se ha convertido en el centro de las artes culinarias, puede no ser blanca? La forma en que definimos qué es contemporáneo y cool en la comida está ligada a la blancura como norma cultural y a su capacidad para incorporar otras culturas sin llegar a convertirse en ellas.
Si bien los contextos del panorama foodie estadounidense y latinoamericano no son idénticos, la apropiación gastronómica opera de manera similar. La chipa que inunda tu feed (en forma de reels narrados con voz monocorde) pertenece a una panadería boutique palermitana, no a la vendedora paraguaya que las ofrece frente al Barrio Mugica en Retiro. Hizo falta que influencers de habla inglesa legitimen los festivales regionales argentinos para que las revistas y portales consideren interesante su cobertura. La fainá de las pizzerias de toda la vida pasó desapercibida hasta que en Colegiales le sumaron una ensaladita de hierbas y un alioli. La supuesta novedad y la viralidad del plato se vincula con la hegemonía de su creador.
¿Por qué ahora resulta canchero servir milanesa con fideos? ¿Dónde está la novedad en algo tan básico?
El mecanismo subrepticio se evidencia en que pasaría desapercibida si no la ofreciesen en ese spot de Villa Crespo tan instagrameable, o si la preparase une cocinere marrón desproviste de un prístino delantal de gabardina y una bandana floreada, o si sencillamente fuera el plato del día en la rotisería de la esquina.
Mientras tanto, el antídoto que me autoadministro frente al cansancio por sobreabundancia de oferta repetitiva es cocinar más, regresar a los platos más simples y a los ingredientes menos pomposos.
Encuentro inspiración en los lugares más insólitos. Las revistas de cocina que mi mamá acopió durante más de 20 años me recuerdan platos clásicos que no están de moda (aún, hasta que un Tiktok viral modifique el panorama). Elijo cocinar los platos que verdaderamente tengo ganas de comer y dedicar unas cuantas horas a su elaboración.
La semana pasada preparé las pizzas de mi abuela Licha, con 3 fermentaciones y abundante manteca en la asadera como ella me enseñó. También me dediqué un quiche de cebolla y queso, elaborado como Dios manda: una buena masa casera, un ligue contundente de huevos, hierbas y crema, y mucha cebolla cocida un rato largo a fuego bajo. También disfruto encontrar nuevas formas de incorporar porotos en distintas preparaciones. Me apasionan las recetas de la cucina povera italiana: sin pistacho, ni burrata ni aceite de trufa a la vista. Como decía mi mamá: “con plata cualquiera cocina rico”, y si bien no es taaaan así, entiendo perfecto a qué se refería.
Este mes nos enteramos que 6 de cada 10 hogares argentinos se endeudan para comprar alimentos. Abrimos las redes sociales y esta noticia se entreteje con flamantes inauguraciones donde la crisis pareciera no existir. Y no, no me parece mal que cada uno gaste su plata como mejor le parece, por ejemplo en comida. Pero siento que fingimos una demencia colectiva al tratar al alimento como otra commodity más, como otro símbolo de estatus. Devoramos un guiso cool PPP (pagado a precio Palermo) en una terraza con mantita, mientras en el baldío de al lado personas en situación de calle agradecen por el tupper de guiso que le alcanzó un vecino.
Pensar que “vivimos bien” porque salimos a comer afuera con frecuencia es una práctica capitalista sumamente arraigada en la clase media. Cuando era chica, ir por ahí con Mamá a cenar me parecía un lujo entre lujos. Treinta años después, siento que si no salgo todos las semanas estoy fallando como humana, que hoy día es sinónimo de robot que produce y compra bienes y servicios.
Como siempre, no tengo muchas respuestas, consejos de vida ni fórmulas mágicas. Comparto el camino de cuestionar mis consumos con la esperanza de que juntes repensemos algunas ansiedades muy naturales y frecuentes.
¿Y si no me estoy perdiendo de nada?
¿Y si el mejor plan es reunir a mis seres querides y quedarnos adentro cocinando juntes y contando historias?
¿Y si, efectivamente, hecho por mí es mejor?
¿Y si no necesito comprar nada hoy para sentir que el día valió la pena?
¿Y si me dedico a estar presente en actividades chiquitas y mundanas?
¿Y si escrolleo menos y recupero espacios que “la Modernidad” me quitó?
Hola Luján, yo la respuesta la encuentro en tus preguntas del final, que creo que si son las que te "hacen ruido", es que hay que seguir el instinto y disfrutar lo simple, sin presiones. Abrazo grande!
No se me ocurre mejor plan que una mesa rodeada de afectos y comida hecha con amor. Me hace pensar tanto en mis realidades paralelas -mardelplata/vidapostmigrar.
En mi casa se comia “bien”, pero recién cultivé una buena relacióncon la comida y con el alimento al entrar en contacto con mo verdadera forma de ser. Ahi, entre otras cosas, descubrí la improtancia del cocinar, de cultivar los pequeños actos cotidianos como encontrarme a solas con una masa.
Ese FOMO me sigue persiguiendo cuando estoy en MdP de visita y, auqnue a veces me cuesta, la forma de volver a mi es dandole todo el lugar que necesitan a mis rituales caseros, lentos, despojados del consumismo gastronómico que relatás.
Me hizo reconectar mentalmente mil cosas y confirmar que, cuando vuelva y pretenda ser yo, con mis cosas y ritmos, necesito una cocina propia.
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