Mi vida transcurre como una sucesión de esperas hace cinco años. En 2019, la espera de una visa yanqui de trabajo que recién salió en 2021, cuando ya no me interesaba porque me había enamorado en otro país. En 2020, la espera del diagnóstico de mi mamá y —la peor espera hasta la fecha— la de su inminente partida. En 2021, la espera de que el mundo volviese a la normalidad. En 2022, la espera de una boda. En 2023, la espera de una visa británica. Ahora espero a Mi Inglés que llega la próxima semana. Cada uno de estos periodos se siente como un hiato y, a su vez, como una entidad en sí misma repleta de particularidades irrepetibles.
La estadía en mi ciudad, no obstante, me permite habitar la soledad y hace tiempo que lo disfruto. Los últimos meses de newsletters son testimonio de cómo me permite ahondar en cuestiones más existenciales, temas que nunca pensé abordaría por escrito.
Siempre me gustó escribir ficción. De hecho, antes era lo que más leía. Esta semana me enganché con Clases de Literatura de Cortázar (Alfaguara) y debo reconocer que me embelesa la poética de la palabra, mucho más que la crítica o el ensayo. Sin embargo, giro hacia una gravedad estructurada como deformación profesional. Trabajé muchos años de traducir, editar, corregir y supervisar textos. Convertí a mi cerebro en una máquina para detectar errores gramaticales, de colocación y de puntuación.
Por el momento he podido desembarazarme del inconveniente para abordar textos ajenos, pero mis propias producciones no corren la misma suerte. Siempre termino incluyendo referencias, filósofos, periodistas, escritores… y no está mal. Pero precisamente porque tengo todo el tiempo libre del mundo (que no sé cuándo volveré a tener), sentí que podía atreverme a escribir un cuento. Y eso estoy haciendo. ¿Me inspiró Julio? ¿Conecté con Marilú, que escribía cuentos a los 8 y guiones a los 13? No sé, pero estoy contenta y entusiasmada. El ritmo de abordaje al texto es muy distinto al de la no ficción. Confecciono diálogos que leo en voz alta. Edito oraciones reiteradas veces hasta decir más con menos. Y me divierto mucho, principalmente.
Cuando se termine la espera de la visa, comenzarán otras esperas. Es más, ya las tengo en carpeta. Hay esperas a corto, mediano y largo plazo. Hay esperas más urgentes que otras. Cada espera es única en cuanto requiere que entrene la paciencia en distintos aspectos. De hecho, creo que cada espera ya atravesada me ha enseñado a minimizar paulatinamente su carácter trágico.
Pasa que ahora sé de primera mano que solo existe UNA VERDADERA espera trágica, la que comenté un par de párrafos arriba, la de 2020.
Las demás esperas pueden configurar distintas microexistencias dentro del panorama gigante que es mi vida -la que ya viví, la de hoy, la de mañana. Puedo incluso encontrar una palabra nueva para nombrar cada parada en el camino. Quizá sea mejor pensarlas como distintas eras: períodos de tiempo que se cuentan a partir de hechos destacados. Me imagino un collage de lo más variopinto. Me componen tantas aristas que no puedo más que agradecer por cada espera era.
La semana pasada, Can de
me invitó a participar en su newsletter. Pueden pasar a leerla (y a escucharme, porque colaboré via nota de voz) para tener un panorama más completo de la conversación. La idea que deseo retomar en esta perorata intempestiva es la siguiente:“La felicidad es buena para el cuerpo, pero la tristeza desarrolla los poderes del espíritu.” (Camus)
Cada espera me duele. Cada espera es una oportunidad de aprender que no puedo controlar los tiempos de una visa ni de una vida. No obstante, prevalece una sensación de libertad optimista. Siento que me la merezco, quizá, porque acepté que la tristeza no se irá a ningún lado. La entendí como directa generadora de la ganancia.
El otro día una lectora me respondió esta newsletter con una vulnerabilidad tan movilizante que debo compartirla con ustedes. Me atravesó con lo de “militancia de la tristeza”. Merece que lo lean en sus propias palabras.