Cansada de sobreprocesar
La exigencia de optimizar el alma en lugar de cambiar el mundo
Estas semanas se han desenvuelto como días que se viven, en lugar de días donde se escribe. A veces lo que cruza mi cabeza está tan verde, tan poco sedimentado, que me resulta imposible abordarlo en este espacio que tanto bien me hace. Cuando me siento así, el mejor recurso no son los ensayos, sino el oído atente de un ser queride.
Estas semanas, precisamente, fui jurado de un concurso de coctelería, filmé una charla alucinante sobre relaciones para YouTube y participé en una entrevista (¡remunerada!) para creadores de contenido en TikTok. Me junté con infinidad de amigues a disfrutar de cenas, mates improvisados y caminatas. Para coronar estoy cuidando a Suri, la perra de mi tía, y disfrutándolo como niña chiquita. Fueron días bellos objetivamente, pero no me convoca a explorarlo por escrito.
Hace rato que me interpela más mostrar el barro que los diamantes. Para vidas idealizadas, está Instagram u otros autores que solo te hablan de sus miserias una vez que las tienen superadas. No sé siquiera si tengo algo nuevo para decir sobre el dolor, aunque tengo claro que —al menos actualmente— es el motor que enciende mis palabras.
Darle voz a mi tristeza se perfila más como una postura ante la vida, una manera de rebelarme ante la imperante auto-optimización que nos ataca desde todos los flancos. Y ya sé, ya sé que la romantización de la tristeza también vende. Pero, ¿notaste que en realidad esos textos marketineros nunca profundizan realmente en la parte más abominable del fango? El dolor real no puede quedar estético en un feed, ni resultarle cómodo al lector poco comprometido, ni resumirse en una frase inspiradora que abandona tu psiquis apenas bloqueas el celular. Sin disrupción no hay posibilidad real de conexión con ese lado tan oscuro de nuestra humanidad.
Es mayo y sigo en Mar del Plata, cuando pensaba regresar a Londres en abril. Los vericuetos legales de las visas inglesas son cada vez más exigentes y lentos. Ya sabía que sería así pero igual me desespera un poquito todos los días. Me esfuerzo para encontrar alguna clase de rutina para mi estadía extendida.
Trato de no proyectar una versión mía que podría hacerme más feliz, ni un futuro posible más brillante ni una manera más exitosa de encarar mis días. Disfruto de una cantidad obscena de tiempo libre que no dedico a “ser mejor”, sino a leer, cocinar, charlar con amigos, mirar documentales. Sin embargo, lo verdaderamente trascendental se manifiesta en sentirme como el culo todo el tiempo que me parezca necesario, sin pretender puentearlo ni solucionarlo. No me resulta sencillo, cabe aclarar. Creo, de hecho, que es la primera vez que intento aceptar un cierto nivel de malestar como parte constitutiva de la experiencia humana.
A veces me cansa sentirme en proceso constante, o sobreprocesando mejor dicho. Detrás identifico una escurridiza necesidad de control, de pensar que tengo algo que hacer respecto de cada incomodidad. La idea de poder convertirme en una versión más evolucionada moviliza, pero también puede parecerse a una prisión. No quiero pensar tanto todo, a veces. Respaldo con fervor la idea de que descansar es resistir. En palabras de Tricia Hershey: “Nuestro valor no reside en cuánto producimos, especialmente en este sistema que nos explota y deshumaniza. El descanso, en su forma más simple, se convierte en un acto de resistencia y recuperación de poder porque afirma nuestra humanidad más básica. Somos suficientes”.
Quedarme quieta es un acto de amor a mí misma.
Sin embargo, hay un pequeño detalle: en ese vacío siempre surge el dolor. Mi mente descansada casi que no puede evitar toparse con él. No hay distracciones. No hay nada más urgente que resolver. Somos el agujero y yo, cara a cara, todos los días.
Aprender a vivir en los grises se ha convertido en una manera de encararlo todo. Ya no espero no sentirme bajón, sino que tengo la convicción de que se me pasará y no estoy en peligro.
La fuerza del dolor se inmiscuye en los momentos menos oportunos, pero también construye los cimientos para vivir con menos miedo. Veo curso tras curso de influencer copy-paste: cómo vivir, cómo disfrutar más, cómo dejar atrás X, cómo sanar Z. Me harta. Me agota la constante presión de pensar que hay una versión más evolucionada de mí esperándome detrás de más procesos. El imperativo de “ser mejor” me aplasta.
Y entonces nos veo a todes en una búsqueda similar e intuyo que el problema debe ser sistémico (¡yay, como siempre!). El filósofo Byung-Chul Han (habitué de esta newsletter) explica que:
“En la sociedad neoliberal del rendimiento las negatividades, tales como las obligaciones, las prohibiciones o los castigos, dejan paso a positividades tales como la motivación, la autooptimización o la autorrealización. Los espacios disciplinarios son sustituidos por zonas de bienestar. El dolor pierde toda referencia al poder y al dominio. Se despolitiza.”.
¿Acaso pensarme en proceso constante configura una explotación voluntaria disfrazada de autorealización? ¿No sería más sensato convertir mi dolor en propuestas para cambiar la realidad, en lugar de dedicarme a “mejorarme” a mí misma ad infinitum?
Es comodísimo y conveniente para la sociedad de rendimiento que nos ocupemos de sentirnos felices permanentemente, como si esa tarea fuese la solución para nuestro malestar. El imperativo me pasa tan por debajo de las patas que ni siquiera lo noto, porque precisamente se parece mucho a la libertad.
La inconformidad permanente es un síntoma sano ante las circunstancias que nos toca atravesar: el avance de la ultraderecha en el mundo, el cambio climático, la crisis de vivienda, la inflación (e hiperinflación). ¿Cómo va a servirme el cursito de ese coach para resolver la ansiedad que generan estas problemáticas inminentes? ¿Cómo podría removerme mentalmente del contexto complejísimo en el que estoy parada?
En La Sociedad del cansancio, el pensador surcoreano desarrolla:
“El dispositivo neoliberal de felicidad nos distrae de la situación de dominio establecida obligándonos a una introspección anímica. Se encarga de que cada uno se ocupe solo de sí mismo, de su propia psicología, en lugar de cuestionar críticamente la situación social. El sufrimiento, del cual sería responsable la sociedad, se privatiza y se convierte en un asunto psicológico. Lo que hay que mejorar no son las situaciones sociales, sino los estados anímicos. La exigencia de optimizar el alma, que en realidad la obliga a ajustarse a las relaciones de poder establecidas, oculta las injusticias sociales.”
Por más self-care que me regale, el mundo allá afuera sigue siendo cada vez más hostil. Transitarlo con consciencia me parece la única manera de habilitar la crítica. Nos entumece acallar el impulso interno incómodo con otra vela aromática, influencer motivador o nueva rutina de skincare.
¿Qué ocurre cuándo le doy voz a mi dolor en lugar de intentar paliarlo? Creo que surge lo más parecido a la verdad. La versión más objetiva de la experiencia humana a la que podría acceder.
Amigarme con la tristeza es escribirle incontables newsletters sin negarla, sin minimizarla ni ofrecer opciones para dejar de sentirla. Pero más importante aún, es politizar mi dolor ante este nuevo modelo de explotación que me pone en guerra conmigo misma para cumplir el imperativo ilimitado del poder-hacer.
Muchas veces me pregunto si sigo en duelo. La mayoría de las veces concluyo que sí, aunque últimamente me reconozco cada vez más firme en la última etapa. Vivo la aceptación con altibajos, como todo el mundo. No entiendo si lo que me pasa es duelo en curso o si ya mi vida se trata de convivir con una verdad tácita, un sentimiento muy mío, un vacío que jamás se llenará.
La versión que me toca ser a partir de la pérdida trágica de mi Mamá me obliga a existir en una gravedad que me ancla y no se va nunca. Llevo la carga con gracia pero no significa que no me pese. Me identifica la noción de convertir las miserias de nuestra vida en arte, como decía Borges. Se nos ofrecen como arcilla para transformar nuestras circunstancias en eternidad.
Me encuentro más optimista que nunca cuanto más conecto con el pesimismo. Regreso a la politización del dolor, a entenderlo cómo un disparador de sentido. Quiero dedicarle las líneas que nadie le profesa. Quiero entender a quién le sirve que lo neguemos. Quiero habitar los sentimientos que no quedan cómodos y por eso hoy les comparto Silencio. Lo escribí en mi cuaderno en un ejercicio de Terapia Creativa con Juani, en una clase donde discurrimos sobre lo-no-dicho.
No es fácil de leer si conocés mi historia. No es simple de abordar si te pasó algo similar. A nadie le resulta sencillo sostener el dolor ajeno, pero quizá sea lo único verdaderamente necesario.
Intentar desarrollar la capacidad de contemplar nuestra humanidad y aceptarla. No minimizar la tristeza, ni buscar fórmulas mágicas para un inmediato bienestar. Y por sobre todo, brindar presencia sin interferencias ni prejuicio.
En resumen, lo que el texto te pide es lo que yo trato de darle a mi dolor.
Gracias por acompañarme.
Gracias por no correr la mirada cuando se nota que estoy doliendo.
Gracias por honrar la tristeza en mí.
Ojalá sirva para normalizarla y abrazarla.
Silencio
Yo ya sabía.
Yo lo vi en los ojos de las enfermeras después de la biopsia.
Yo lo sabía, entre sonrisas y panificados exquisitos que me traían las visitas. Yo sabía que ya no importaba qué combustible le pusiera al cuerpo.
Yo sabía.
Lo supe cuando mi casa, otrora rebosante de reuniones y aroma a comida casera, pasó a apestar a desinfectante y Pervinox.
Yo lo sabía.
Cuando ya no me dejaron prepararme el desayuno porque puse dos dientes de ajo en la tetera y los cubrí de agua caliente, yo sabía.
Cuando con las fronteras cerradas llegó inesperadamente mi primogénito a llenarme de amor y atención.
Yo sabía.
Lo supe en un instante de claridad donde lo que más me atravesó fue la consciencia de que no podría ver crecer a mi nieta. Reconocerlo fue lo único que rompió mi silencio, lo sé.
Nunca como mamá pude resignarme a lastimarte. Decirte que sabía habría dolido demasiado. Aparte vos también sabías.
Todas las miradas que flotaban en esta casa-hospital sabían. Se observaban entre sí con tristeza y hacía mí, con compasión.
Yo sabía y se lo dije a mi mejor amigo. Él entendió que no te lo podía decir y por eso mismo se lo confesé solo a él.
“Me estoy yendo”, le susurré al oído. Mover los labios fue arduo porque a esa altura ya me costaba hablar, pero pude hacerme entender. Mi amigo me tomó la mano y sonrió con amor.
Yo sabía pero no quería decirte que sabía.
Yo quería disfrutarnos hasta que me fuese por completo.
Solo podíamos hacerlo regalándonos un silencio alrededor de lo inevitable.
Yo sabía y lo supe incluso cuando mis ojos ya no se podían fijar en los tuyos.
Aunque te mirara sin ver, yo sabía.
Después ya con los ojos cerrados, esas dos semanas eternas antes del adiós, yo seguía sabiendo.
Hasta mi aliento final estaría rodeada de ustedes, mis hijos, mi tesoro. Mi todo.
Yo lo supe siempre.
Aunque no lo haya dicho.
Bueno, pocas veces me ha sucedido de llorar cuando leo, y creo que esta fue una de las más fuertes. Me conmovió muchísimo, me tocó esas fibras que una tiene bien finitas, casi invisibles, pero las tiene.
Hermoso lo que transmitís en palabras Luján, te abrazo♥
LLORANDO A MARES CON EL FINAL! Que bien me hacen tus escritos. SOS MUY TALENTOSA. Bendito el día que te propusiste hacer eso. A vos te hace feliz sabernos acá? A mi me llena el alma leerte. TE ABRAZO SIEMPRE