La premisa de la que parto para estas newsletters con invitades es siempre la misma: “Vos escribí de lo que tengas ganas”.
La comida es un tema que nos abarca a todes, pero en la subjetividad de cada une reside la magia. Lo valioso es lo que al otre le interesa recalcar, todo eso que ni imagino tiene para contarme, su punto de vista único e irrepetible signado por su historia y gustos personales.
Cuando le propuse participar de esta sección a
, conjeturé que relataría algunas de las descomunales preparaciones que ha tenido la fortuna de probar en sus travesías por el globo. En cambio, me sorprendió con un texto vulnerable sobre su experiencia como persona que no cocina. Me regocijó saber que, incluso quienes no disfrutan de poner las manos en la masa, dan cuenta de que la comida suele ser el factor común en las interacciones que más fuerte resuenan en nuestra memoria.No puedo evitar pensar que hablar de comida sí o sí genera emociones intensas, no necesariamente positivas, pero siempre arrolladoras. Los sentidos se conjugan para trasladarnos a situaciones cuasi-tangibles: el día que te enteraste que ya no podés comer gluten, tu infancia representada en una papita noissette, esas manos que te demuestran amor desde un plato.
Sin más preámbulos, les dejo con la narración de Can.
No dejen de visitar su espacio en Substack para conocer más de su trabajo y sus aventuras.
¿Qué puede decir una persona que no cocina sobre la comida?
Texto:
Acepté la propuesta de Luján de escribir sobre la comida creyendo que no tengo nada para decir porque soy, en toda mi naturaleza, una persona que no cocina, pero me equivocaba. En lo de que no cocina no, por supuesto que no. Es ridículo y hasta vergonzoso que mi menú de habilidades solo me permita fideos con queso, huevo duro y un salteado de verduras, pero es la verdad y la verdad no ofende a quien la acepta. “Yo no pensé que eras tan literal cuando dijiste que no cocinabas nada”, me confesó D., mi pareja, hace unos años, cuando apenas habían pasado unos meses de nuestra relación. La honestidad ante todo, ¿no?
Mi relación con la comida es muy difícil de definir, porque lo cierto es que mi vínculo con una parte fundamental de ella, la cocina, ni siquiera es conflictivo: es nulo. Existen personas que no cocinan y quieren aprender o les interesa que no se les quemen las cosas. A mí eso no me pasa. Por una cuestión de supervivencia, sí, todos podemos decir que no saber cocinar casi nada a unos casi 30 es un tanto extraño y ridículo, pero es lo que hay, y lo mejor de todo eso (o lo peor, como lo queramos ver), es que a mí no me afecta en absoluto. Es, por el contrario, al afuera, a quien se entera de que el encargado de nuestra alimentación es mi pareja, a la abuela que espera que su nieta siga sus recetas, a quienes les molesta o les da vergüenza ajena. El único recuerdo que tengo de mí intentando incursionar es hacer una torta para llevar a la casa de mi hermana Gi y confundir el bicarbonato de sodio con el azúcar impalpable con el que tenía que espolvorear al final. Nunca más intenté, a pesar de que tardó varios bocados en admitir que algo estaba raro. Y es que yo me llevo perfectamente con la ausencia de platos que impliquen fuego cuando necesito preparar algo solo para mí. Acepto la falta, la ausencia de habilidades, convivo estupendamente con mi carencia.
Conozco a Luján hace algunos años. La conocí como la amiga de mi amiga Magdalena, esa con la que estaba escribiendo textos sobre la pérdida. Después encontré su podcast, en el que, para mi grata sorpresa, estaban muchas de mis personas favoritas del mundo de la literatura: Sol Iametti, la mismísima Magui, Juana. Un día, sobre las 8 de la mañana de un Buenos Aires otoñal, la vi en una clase de Terapia Creativa. Y así, poco a poco, fuimos creando una amistad digital. Yo ya tengo algunas personas en mi vida pertenecientes al mundo de la gastronomía, pero hasta que empecé a leerla nunca me había dado cuenta de lo mucho que aprecio su personalidad a través de eso que tanto les gusta. Yohanna, por ejemplo, que la conocí estudiando Recursos Humanos, carrera que las dos dejamos, ella para dedicarse a eso que a mí me parece no solo difícil sino aburrido. Cocinó en muchos lugares durante años, me proveyó de increíbles panes y pastas y platos deliciosos en sus días de estudio y me recibe, siempre que estamos en el mismo país, con un plato de sabor inolvidable. De nuestros últimos encuentros, me quedo con ese curry fantástico. También tengo a mi amado D, ya conocido en mi comunidad, quien, en su día, hace apenas unos años de que su vida diera un giro 180ª, supo ganar el premio a mejor mixólogo de España. Líquidos y sólidos, todo parece ser una misma cosa para él al momento de ponerse a cocinar. Al principio, no lo entendía. Me parecía raro. Con el tiempo, si uno presta atención a las personas que quiere, puede terminar enamorándose de eso que le parece tan ajeno. Sé que su momento favorito del día, cuando estamos viviendo en una casa con cocina y utensilios varios, es el atardecer. El sol baja y las luces de ese espacio con hornallas y ollas se encienden, sus auriculares gigantes dicen ON y se abre un mundo que hasta hace unos minutos no existía. No sé a dónde se va exactamente cuando cocina, pero sé que ahí él es feliz. Y eso me basta.
La cocina es uno de esos ámbitos necesarios para sobrellevar la vida de los que, de alguna manera, no podemos escapar. Tenés que saber lo básico de cocina, nos repiten los padres, y tienen razón. Esto aplica también a las finanzas personales, las cargas impositivas y el papeleo familiar. En mi caso, la falta de conocimiento aplicable no implica falta de interés.
Mis primeros recuerdos relacionados con la comida vienen de la mano, literalmente, de mi papá, no porque fuera un padre de los inicios de los 2000 que cocinara, sino porque era mi persona segura. No sé cómo, por qué, ni cuándo, sobre mis 6 años creé la costumbre de cenar agarrada del brazo de papá. Así pasaba cada noche: mirando algún noticiero en esas teles de culo grande, comiendo la mayoría de los días milanesa frita con ensalada de lechuga, tomate y cebolla, a veces algo de puré de papas, y enlazada al brazo izquierdo de papá. Alguna vez se habrá enojado porque no lo dejaba ni siquiera tomar vino en paz. Me sentaba tan cerquita que, de hecho, más de una vez me tomé ese trago amargo y oscuro sin querer. Él comía con la mano derecha, yo con la izquierda, así que no había ni siquiera un codo que se interpusiera entre nosotros. Nunca me dijo nada. Siempre supo que era una de mis maneras de expresar lo que era para mí: un lugar seguro.
Los que tienen que ver con la cocina, en cambio, tienen a mi hermana como protagonista. Ella, todo lo contrario a mí, desde chica incursionó y ansió el momento de tener su amada Pastalinda. Exactamente 10 años de diferencia hay entre nosotras, así que, desde el momento en que nací, supe que tenía un puesto vitalicio en ser su ayudante en todo. Un día, cuando todavía vivíamos juntas y tendríamos entre 6 y 16 años cada una, me sacó de la cama después de la cena para probar unos caramelos de… caramelo, que había horneado ella misma. Si mal no recuerdo, quería venderlos. Las dos supimos al instante de sacarlos del horno que estaban pasados, que el caramelo iba a estar más duro de lo que los dientes humanos podían soportar. Aún así, los probé, y le dije que estaban ricos, que estaban bien. Ahora sé que, ese día, entendí un poco más sobre el amor. El tiempo pasó para las dos, y los 10 años que nos separan fueron cambiando pero nunca aumentaron la distancia: 15, 25, 18, 28. En unos de esos tantos, recuerdo el primer plato que mi hermana hizo que me guste, y en el que se notó que la práctica había tenido sus frutos: unos sorrentinos caseros de jamón y queso con salsa de tomate. Ese fue el último día que dije que no me gustaban las pastas rellenas.
La premisa de esta columna era una cómo vive la cocina una persona que no cocina, y empecé diciendo que no creyera que tuviese nada para decir y ya voy casi 1500 palabras. ¿Qué puede decir una persona que no cocina sobre la cocina, entonces? No sé si mucho, pero, por lo menos, algo, porque no cocino, pero amo y mucho, y gracias a Luján sé que amar y cocinar muchas veces es lo mismo, con distinto lenguaje.
Durante todo 2023 estuvimos viajando y viviendo por Asia. Nuestro movimiento lento nos permitió ver varias ciudades de Tailandia, Singapur, Australia, Malasia, Vietnam y Corea del Sur. Vimos playas de ensueño, montañas eternas, vegetación imponente, festivales únicos de las culturas asiáticas; nadamos sobre corales en aguas turquesas, visitamos remanencias de más de una guerra, mercados repletos de historia. Bailamos con extraños, comimos con extraños, viajamos con extraños. Vimos fútbol en vivo, en bares, con desconocidos que se hicieron amigos. Aprendimos de templos, de culturas, de tradiciones. Dormimos sobre el mar, escapamos de la policía, vivimos con monjes budistas, tuvimos unas Navidades pasadas por nieve. Y, a lo largo y a lo ancho de cada momento, siempre estuvo la comida. Cuando nos sentimos alegres y excitados, salimos a caminar los mercados locales para encontrar lo que más nos llamaba ese día, y así descubrimos nuestro primer pad Thai, pork satay, papaya salad o una ensalada de fideos amarillos, cilantro, repollo, maní y otras cosas de la que no conozco el nombre pero se convirtió en mi favorita de Tailandia. Cuando estuvimos cansados y agobiados, repetimos comidas, fuimos a lo seguro, incluso caímos, sin ningún tipo de culpa, en algún lugar western. De ahí salen nuestros peores recuerdos gastronómicos del viaje, la verdad: una pizza que, en vez de salsa de tomate, tenía ketchup, por ejemplo.
Es verdad que, con mi conocimiento, probablemente me habría animado a probar muchísimo menos. Por suerte, tengo, en este camino, un aliado que siempre está dispuesto a contarme y explicar hasta la cosa más tonta para que aprenda. Sé que él anhela poder compartir algún día ese espacio conmigo, pero, por ahora, se contenta con que le pregunte para saber más y con que haya pasado de “saber que hay una especia que detesto” a reconocer que “esto tiene comino” con solo oler un preparado.
La comida nos une, y esta no es una premisa que esté descubriendo, pero sí descubrí, a lo largo de este año, que se puede habitar de infinitas maneras. Antes lo vivía, ahora me doy cuenta. Sé, por experiencia propia, que no hace falta saber cocinar para entender lo que implica que alguien dedique horas a hacerte un plato. Es, sin duda, una forma de amor en la que se juega la vergüenza, el tiempo, la creatividad, la exposición. No por nada en lo que más pensamos, cuando hablamos de la familia, es en la comida. Esos son los recuerdos que más fácil aparecen en mi mente, porque la comida nos hace sentir: la mesa enorme que preparó la mamá de D. en nuestras primeras navidades juntos, la pizza casera de la abuela cada viernes de 2022, el armado conjunto de las picadas de los miércoles con nuestros amigos Santi y Miqui cuando vivíamos en Madrid, los asados en la casa del tío Juan con una duración no menor a 7 horas: poner algo para picar mientras él se encarga del fuego con sus amigos, armar las ensaladas, charlar mientras salen las achuras, esparcirnos a la hora del postre.
Leer a Luján hablar de comida y de la cocina no hizo que quisiera cocinar (todavía), pero sí despertó una apreciación, interés y admiración por ese espacio y la gente que lo utiliza para alimentarme, y, en definitiva, quererme. Sus recomendaciones del país asiático del kimchi y el banchan me anticiparon lo que viviría. Amé Corea y entendí gran parte de lo que son gracias a su cultura alrededor de la comida. Conocí su amabilidad cuando los camareros se arrodillaban para explicarnos cómo cocinar la carne y verdura en la primera barbacoa coreana que probamos, cuando las personas de la mesa de al lado nos mostraban cómo preparar los platos y nos relojeaban para asegurarse de lo estuviéramos haciendo bien, cuando las mujeres del templo nos llevaron de la mano a hacer la fila para recibir la comida y nos dejaron vasos con bebida de arroz y trozos de fruta antes de irse. Sé que voy a revivir este viaje y esta vida tantísimas veces gracias a la comida, porque la comida nos hace viajar, nos hace vivir.
Mi abuela Carmen es de esas abuelas de antes. Cocinó toda su vida y nos reunió por años los domingos al mediodía en su mesa con un plato de lentejas, locro, niños envueltos, fideos moñitos o ravioles. Hoy, a sus ya más de 80 años, cada tanto se enoja porque le pedimos algún plato estrella para cumpleaños o eventos. Dice que está cansada de cocinar, pero no quiero imaginar qué pasaría si, de repente, todos dejáramos de pedirle, porque lo cierto es que, aunque su cansancio provenga de años acumulados de estar parada frente a las hornallas, es su forma más amable de querer. De mi comunión no recuerdo absolutamente nada más que el mazapán casero que llevaba la torta que había hecho íntegramente con sus manos. Y, a pesar de los viajes, de las calles recorridas y las ciudades hogar, mi torta de cumpleaños favorita siempre va a ser la suya, esa que, entre las capas de bizcochuelo de chocolate, crema untada y duraznos en almíbar, esconde el amor que llegó a Argentina en barco, desde Galicia, y fundó una familia entera que escucha flamenco en cada viaje en ruta.
Hasta aquí, GUARNICIÓN vol 14
La newsletter de gastronomía que te invita a transformar la materia como puntapié para transformar el mundo.
Gracias por leer, recomendar, difundir y apoyar este espacio. Juntes seguiremos expandiendo nuevas perspectivas para pensar la comida y la cocina.
Hermoso