No identifico con claridad el momento donde entendí que lo que me apasionaba era conocer a los demás desde el alimento.
Quizá lo debería haber adivinado cuando, de muy chica, leía absorta las recetas exóticas de toda revista que encontrase a mi paso. Pedía permiso para arrancar las páginas y sumarlas a la carpeta de delicias que me intrigaba probar.
“Cómo hacer panqueques gorditos y altos como se comen en EE. UU.”, “Guiso de carne a la Bourguignon”, “Tacos mexicanos” (y la consecuente pregunta a Mamá: ¿Qué es “palta”?, delicia desconocida hasta el momento).
Tal vez ya se intuía mi curiosidad por la mesa ajena cuando les preguntaba a mis compañeres de colegio qué habían cenado la noche anterior. Me desesperaba que algunes no se acordasen. ¡Pero si es información vital!, pensaba para mis adentros mientras les insistía en que hicieran memoria. Mis amigues se esforzaban en detallar lo que les habían servido; otres apenas me respondían un escueto “fideos” o “milanesas”. Sabía que ahí no valía la pena indagar.
Cuando a los 13 años mi amiga O. me llevó a almorzar a lo de su abuela María, me sentí en mi salsa. Hablo en sentido figurado pero también literal, porque su tuco de pollo hervía durante horas desprendiendo un aroma inconfundible a “casa de abuela”, algo que añoraba desde la ausencia de Licha.
María no solía abundar en detalles cuando una Luján adolescente curiosa le preguntaba por sus recetas, mitad porque el español todavía le costaba y mitad porque preparaba todo a ojo. Con O. nunca entendimos del todo cuáles eran las proporciones correctas para su torta húmeda de manzanas con azúcar negra. Al día de hoy seguimos extrañando sus rosquitos, dorados por fuera ―casi lustrados― y con un gusto inimitable e indefinible (al menos por nuestros jóvenes paladares). Hemos intentado rastrear sus delicias entre libros de cocina napolitana, sin éxito. Algunos sabores se van con las manos de quienes les dan vida.
Si te suscribiste a esta publicación hace relativamente poco, quizá no sepas que estoy a cargo de un proyecto audiovisual que busca recuperar las recetas ancestrales de las cocineras domésticas, aquellas cuyo talento pasa desapercibido para los libros de gastronomía. Una propuesta que empezó como una idea tímida, pero creció exponencialmente al sumarse Manu como Director y, especialmente, al conocer historias de mujeres que merecen ser contadas. Relatos que escucharía durante horas porque genuinamente me entusiasman, igual que a los 13 cuando perseguía a María para que me entregase las recetas de sus manjares.
Las inusitadas dimensiones de la obra me obligan a llevarla tranquila, para dedicarle a cada narradora el tiempo que merece. Como dice el refrán: “Fui en busca de bronce y encontré oro”, que en este contexto significa que esperaba encontrar recetas y me regalaron biografías. Debo honrar la tarea que elegí, las puertas que me abrieron y los secretos que me compartieron. Quiero amalgamar lo que recibí a fuego muy bajo durante todo el tiempo que haga falta para obtener un resultado que las enorgullezca, que me enorgullezca, que enorgullezca a Mamá como chispa que encendió esta curiosidad y necesidad de crear.
Entre las hornallas y la mesa se escribe la historia de una familia, que se sienta a compartir lo poco o mucho que haya.
Entre ruidos de cubiertos y vajilla se tejen recuerdos que nos acompañarán mucho después de que nuestros mayores nos falten.
Entre el aroma de un guiso y un trozo de pan robado de la bolsa aparecen también gritos, peleas, discusiones, ultimátums. La cocina no solo evoca emociones positivas, pero siempre está ahí para cobijarlo todo.
La vida la atraviesa.
La invitada de hoy es lectora de este espacio. Sus palabras delatan el mismo sentimiento que describí en el párrafo anterior. No es el paso-a-paso de las hallacas lo que interesa; al fin y al cabo, eso lo podemos encontrar en Google. Lo que importa es entender por qué su familia venezolana prepara este plato para las fiestas, sin importar la labor intensa ni el costo que implica.
Incluyo el enlace a la receta que usa la Mamá de Adriana para que tomemos dimensión real de la cantidad de ingredientes y los días de trabajo. Espero que disfruten su relato tanto como yo.
Hallacas: tradición que une familias
Texto: Adriana Flores Alcubilla
Edición: comer.viajar.hablar
Una de las tradiciones que más nos une, como si se tratara de un hilo de pabilo que nos amarra el corazón a Venezuela, son las hallacas. Esta especie de tamal envuelto en hojas de plátano, relleno de guiso de carne de res, pollo y/o gallina, adornado con aceitunas, alcaparras, pasas, tiras de cebolla, pimentón y otros ingredientes, dependiendo de la región de Venezuela donde las preparen.
Es imposible pensar en Navidad y no incluir este elaborado plato de origen indígena, que proviene de la época de la colonia y es considerado el preferido de la mesa venezolana. Aunque lo solemos comer en diciembre, aguardamos con ansias el resto del año para volver a degustarlo.
¿Por qué la hallaca conquista tantos corazones y paladares? Considero que hacer hallacas es un ritual que une a las familias durante su preparación. Los recuerdos que se cocinan a fuego lento entre hojas de plátano, guiso, aliños, pabilo (para amarrarlas) trascienden generaciones y guían los pasos de las familias que conservan la tradición durante décadas. Se busca obtener la misma sazón que caracteriza su preparación y que, en ocasiones, se considera un “secreto de familia”.
Este año estuvo lleno de referencias a mi bisabuela materna, Felicia, quien hacía ese platillo sola y nunca compartió la receta ―quizá porque no se la pidieron―; mi abuela materna, Ramona, que no hacía hallacas pero preparaba los mejores bollos navideños del mundo; mi tía Mary, que lavaba y secaba kilos de hojas de plátano; mi abuelo Félix, que amarraba las hallacas; y la hija de mi prima, Valentina, la única niña a la que pudimos incorporar a la preparación de este plato, antes de que se fuera del país.
Mi mamá hace las hallacas con la receta de Armando Scannone, que adaptó varias veces hasta dar con la preparación actual. Mi tía Carmen y yo ―las únicas de la familia que quedamos en Venezuela― somos sus ayudantes en todo lo que requiera.
Conservar esta tradición en medio de la crisis económica del país es toda una hazaña. Nuestro plato navideño incluyó hallacas, pan de jamón, ensalada de gallina, torta negra de Navidad y pollo asado, ya que este año no compramos pernil o muchacho asado (un corte de carne de res) porque es más caro.
Sabemos el enorme privilegio y bendición que tuvimos de compartir una cena tan deliciosa, llena de tradición. Seguimos una receta familiar que se ha ido enriqueciendo durante más de 30 años, que encuentra su recompensa cuando le dicen a mi mamá que sus hallacas quedaron tan preciosas como siempre.
Aunque para los venezolanos las mejores hallacas las hace nuestra mamá, las de la mía son divinas. Ver su cara de felicidad al comérsela y disfrutarla bien vale todo el esfuerzo que hacemos para traer esta bonita tradición a la mesa durante el 24 y 31 de diciembre.
Hasta aquí, GUARNICIÓN vol 13
La newsletter de gastronomía que te invita a transformar la materia como puntapié para transformar el mundo.
Gracias por leer, recomendar, difundir y apoyar este espacio. Juntes seguiremos expandiendo nuevas perspectivas para pensar la comida y la cocina.
Que hermosa descripción de una tradición que se fue heredando de generación en generación!