En este momento debería estar ordenando el departamento.
En los 9 inesperados meses que me tocó vivir acá, me fui apropiando lentamente de cada rincón. Recuerdo que al principio lo evité por todos los medios, sumida aún en la negación de que solo permanecería en Mardel un tiempo corto, algunas semanas, tres o cuatro meses como mucho. De a poco caí en cuenta de que la visita no sería fugaz y necesitaba habitar el piso como un hogar, durante el tiempo que tocase.
Por un lado, el invierno me encontró semidesnuda, figurativa y literalmente: desadornada de expectativas, despojada de suéteres y remeras de manga larga. La ropa de abrigo que me procuré, junto con varias prendas prestadas, descansan hoy desperdigadas en ambos dormitorios. Por otro lado, adquirí los envases grandes de aquellos productos de baño que había traído en versión miniatura, en mi neceser ínfimo: crema de peinar, desmaquillante, discos de algodón, protector solar. De todo me fui quedando sin; a toda compra me resistí innecesariamente porque pensaba que abandonaría el país rápidamente. Ilusa. También abastecí la alacena de especias, harinas de distintas clases, bebidas espirituosas, conservas y vinagres. De a poco desempolvé, además, vajilla y manteles de Mamá; los fui pasando a los cajones de uso diario y así protagonizaron inolvidables reuniones con amigues.
En estas pequeñas acciones triviales me fui apropiando de estas 4 paredes hasta sentirlas mi hogar.
Antes de aterrizar en suelo vernáculo el 31 de enero de este año, escribí esta newsletter donde plasmé un temor claro que me atravesaba:
“Basta de resistirme a la tristeza por miedo a quedarme ahí”.
Nueve lunas después confirmo que la criptonita del dolor es darle espacio para que se desperece, se acomode y se instale todo lo que haga falta. Una vez que me amigué con la idea de que la visa iba a tomar más tiempo del estimado, paulatinamente el malestar comenzó a perder su fuerza. Solo necesitaba que le preste atención un rato, sin juzgarlo ni forzarlo a desaparecer.
No se me escapa la ironía de que solo entendamos el camino en retrospectiva. Me propongo recordarlo cada vez que enfrente nuevos periodos inciertos. Sé que se avecinan muchos. Esta vez no solo no tengo dudas, sino que me entusiasma.
Sé lo que tengo por delante, pero no tengo claro su aspecto. Identifico el qué, mas no el cómo. Sé lo que quiero, sin embargo desconozco cuál de todos los caminos posibles que barajo va a acercarme a mi meta.
Lo que tengo clarísimo, más allá de todo, es que comienza la segunda mitad de mi vida. Me atraviesa la consciencia plena de que aquello que construya a partir de ahora formará los cimientos del resto del tiempo que me queda en el planeta. Antes, semejante afirmación me habría generado una ansiedad galopante. Mi lectura actual, laburando mucho en mis privilegios, me permite disfrutar de la enorme suerte que es poder empezar de cero, cambiar de vida, soñar futuros nuevos.
Además de ordenar las pertenencias que se distribuyen por las distintas habitaciones y arreglar detalles de la casa, lo único que resta es armar la valija. Viajo solo con mochila y carry-on, por lo cual selecciono qué objetos llevar de forma minuciosa y desapegada. La clave es que no me desprendo para siempre de lo que dejo; queda guardado acá para facilitarme la vida (y sorprenderme) cuando regrese a Mardel.
He guardado varias prendas en un cajón en California y con eso me las apañaré los diez días que visite a mi familia, antes de regresar a UK. Después Londres me espera con su clima del horror, precisamente en sintonía con la ropa que dejé allá: todo lo que sea piloto impermeable, gorro peludo, guantes, bufandas, ponchos y demás vestimenta de alto invierno.
En esta ocasión, al empacar he decidido priorizar los libros que me han regalado durante estos meses.
Después de meditarlo varios días, concluí que el valor de estos objetos supera ampliamente lo que podría interesarme un vestido u otro par de zapatos. Cada ejemplar fue seleccionado por quienes mejor me conocen para ayudarme con Raíces, para ahondar en los temas que más me convocan, para inspirarme, para ayudarme a pensar.
Ahora bien, tengo en mi poder un libro que no me pertenece y debo devolver antes de partir. Quien me lo prestó ni siquiera lo había leído, porque lo habían lanzado hacía pocas semanas. Se trata de El amor es imposible de Darío Sztajnszrajber.
No sé qué clase de lectores sean ustedes, pero yo soy de las que subrayan, marcan, anotan y resaltan partecitas. Con este ejemplar ―por supuesto― no lo hice, aunque sí marqué con papeles autoadhesivos aquellas páginas que presentía serían una buena semilla para abordar en este espacio. Antes, entonces, de devolver el volumen a su legítima dueña, quisiera reflexionar juntes respecto de dos fragmentos.
Todo supone relaciones de poder
La frase “lo personal es político” es lanzada a finales de los años 60 como un manifiesto feminista que revela el lugar de mayor supremacía del patriarcado: la promoción del ámbito privado de la persona como reflejo esencial de las características propias del ser humano. Para el sentido común patriarcal, así como para todo sentido común, no todo es político. Es más, se trata de distinguir permanentemente el avasallamiento que desde lo político se realiza sobre la vida privada. En especial porque se supone que el ámbito de lo personal es una manifestación de nuestra naturaleza innata. “Lo personal es político” significa que todo, incluso aquello que consideramos íntimamente lo más personal, supone relaciones de poder, esto es, intervenciones previas que definen el ordenamiento de las cosas. En ningún lugar se juega más el poder que en aquellos lugares donde insiste en defender su ausencia. Se corresponde directamente con aquello que es dado por naturaleza.
Si me lees hace rato, sabés que sostengo que todo es político y que todes podemos desarticular pequeñas acciones cotidianas que dan cuenta de las relaciones de poder que nos rodean.
No depilarse. Comer menos carne. Negarse a bajar de peso por estética. Comprar a pequeños comerciantes. Llevar bolsa de plástico para la compra. Dejarse las canas. Abandonar el cuero. Comprar ropa usada. En resumen, como dice Darío: “… dar pelea donde los dispositivos más consiguen ejercer su disciplinamiento: en los gestos más ínfimos de lo cotidiano”.
Una de las conductas propias que problematicé en estos meses en Argentina fue mi hábito de salir a comer. Frente al cansancio por sobreabundancia de oferta repetitiva, me dediqué a cocinar más y regresé a los platos más simples y a los ingredientes menos pomposos. Este nuevo enfoque se solidificó con el nacimiento de mi newsletter gastro, Guarnición.
Al menos desde el espacio doméstico de mi cocina, me resisto a la mercantilización de mi alimentación y mi ocio. Me encanta salir, pero hoy disfruto más del ritual de dedicar mi tiempo (y mi dinero) a mis propias experiencias: mis cenas, mis espacios de encuentro, mis agasajos mágicos con mucha comida casera y trabajo manual.
El aburrimiento esencial
El aburrimiento esencial pierde así su connotación negativa y se nos vuelve una fisura en la homogeneidad del mundo cosificado. Hay un aburrimiento que no se aplaca con pasatiempos sino que su vocación es resistir todo aplacamiento. No hay aplacamiento para la finitud. El aburrimiento esencial nos lleva hasta los confines. En esa zona liminar se revela el artificio. Uno se aburre porque el mundo está saturado de cosas y en esa saturación vemos los efectos de la cosificación: las cosas valen más como cosas y no como enigmas. El tedio, a diferencia de la angustia, no tiene que ver con la nada, sino con el todo: todo se nos revela idéntico, todo se nos vuelve homogéneamente lo mismo.
No sólo no hay remedio para el aburrimiento con el otro en el amor, sino que es ese veneno el que nos incita a una experiencia del amor imposible. No intentar aplacar el aburrimiento sino deconstruir la idea del amor como entretenimiento. Un amor que se fugue de la falsa antinomia entre aburrirse o entretenerse.
Para quien ―como escritora ― aborda el descanso como eje (mono)temático, un párrafo así se interpreta como una lupa sobre la frente. Darío describe el aburrimiento esencial que nos conecta con las preguntas más básicas, con lo innombrable, con lo que cuesta aceptar y tapamos con consumo. Aburrirse es revelarse.
Comprendo así cuando las madres más sabias permiten que sus hijes se aburran. Hay una enseñanza detrás de ese vacío deliberado. La mayoría no lo aprendimos y pasamos la adultez tratando de tapar cualquier agujero para evitar mirar ela nada. Las preguntas existenciales angustian, por eso es más cómodo inventarle al destino un sentido que sea ajeno y premasticado.
¿Podré aprender a aburrirme mejor? No lo sé, pero seguro pueda abordarlo con menos culpa. Los pensamientos continuarán apareciendo, pero en el ejercicio consciente de no engancharme estará la ganancia. Habrá que entender los infinitos grises del no-entretenimiento, que no necesariamente significan aburrirse. Presiento que allí habita lo jugoso.
Hace unos días, Alicia Kennedy dio palabras a un fenómeno que observo en varias de nosotras. Traduzco a grosso modo: “Las adultas sin hijes (como yo) le estamos encontrando un sentido nuevo a las labores del hogar porque se superponen con nuestra labor creativa/profesional”. Pienso en una amiga que, entre canción y canción que graba en su home studio, se pone a limpiar la casa como meditación. Recuerdo a otra que cada vez tiene más plantas, frondosas y selváticas, emplazadas en el medio del living; su casa irradia paz. Han reconfigurado la relación con ciertas tareas domésticas, como hice yo con la cocina.
Se puede adivinar así que el problema nunca fue la naturaleza del trabajo hogareño per se, sino la falta de elección de las mujeres. Muchas todavía no pueden más que acatar y servir, sin percibir un gesto de agradecimiento a cambio (y mucho menos compensación monetaria). Eso que llaman amor es trabajo no remunerado, dicen las paredes.
El tiempo que disfruto pasar en la cocina transcurre en ese espacio liminal que describe Darío. Expresiones infinitas de no-entretenimiento que tampoco es aburrimiento: pelar papas, lavar lechuga, picar cebolla, revolver un risotto, esperar que leude una masa.
En los últimos diez años, la narrativa gastronómica fue cooptada por la industria del entretenimiento. En este retrato superficial y limitado, comer es otra performance, otro consumo descerebrado y acelerado. Conocer restaurantes para tacharlos de una lista y subirlos a redes se erige como el objetivo fundamental del seguidor promedio de los foodinfluencers. No interesa ya volver a donde fuimos felices por la panza, sino demostrar que nuestro poder adquisitivo nos compra nuevos caprichos. Y digo “demostrar”, porque pareciese que si no hay imágenes del evento, es como si no hubiese ocurrido. Si no pudiesen publicar en redes la experiencia, ¿les interesaría del mismo modo?
Es posible disfrutar del placer de la buena mesa sin olvidar las condiciones materiales que la rodean. Es más, podría ser nuestro paladar el que nos guíe en busca del equilibrio.
Por ejemplo, cuando probás un tomate y te quejás de que no tiene gusto a nada, estás criticando subrepticiamente el cultivo en invernadero de una fruta que solo deberíamos comer en verano. ¿Sabías que pagamos un alto costo ambiental para disponer de tomates (desabridos) en invierno? Los grandes productores hacen caso omiso deliberadamente porque la rentabilidad del tomate de invernadero resulta mucho mayor que la de aquellos cultivados al aire libre, en temporada.
El consumo informado, local y estacional propicia, primero, que nos lleguen frutas y verduras más deliciosas y a mejor precio; segundo, reduce la contaminación, las pérdidas, y las consecuencias derivadas de la cadena de producción, transporte y distribución.
Puedo casi escuchar a algunes suspirar, pensando que es imposible marcar una diferencia significativa desde la bolsa de los mandados. Por suerte, está Darío para recordarnos por qué importa la militancia personal:
“Transformando nuestra experiencia cotidiana de relacionarnos con la naturaleza no llegamos al fondo de la cuestión, pero es un comienzo fundamental”.
No elegir también es una decisión, pues mantenerse al margen solo perpetúa el status quo. Comerás como las corporaciones quieran; trabajarás las horas que a ellos les parezca (spoiler: cada vez más); te divertirás como la gente “exitosa” se divierte. Vivirás de manera cada vez mas precarizada, pero convencide de que sos libre porque votás a un partido que lleva la palabra Libertad en su nombre.
Cuando hinques el diente en un tomate blancuzco-verdoso insulso, ahora sabés que no tiene por qué ser así. Hay otra manera de hacer las cosas. Lo importante es siempre estar saliendo de las estructuras encorsetadoras que nos son dadas como naturales.
Para que todo continúe como está, es fundamental que pienses que nada podría nunca ser de otro modo.
De existir una salida al postcapitalismo, la encontraremos usando la imaginación y la creatividad. Aparecerá en ese vacío existencial que se parece mucho a aburrirse.
El territorio de conquista de lo personal será distinto para cada persona. Yo, por ejemplo, recuperé las hornallas expropiándoselas a la industria.
Ahora voy por topografías que me quedan más incómodas, pero ganaré terreno de a poco.
Stay tuned.
Me encantó! Estoy cultivando mi propia huerta, esperando que crezcan mis tomates no plásticos.
amé, obvio