Esta semana quería hablar de otra cosa.
Tenía pensado el tema, el abordaje y hasta el hilo conductor. Estaba muy entusiasmada por comenzar a escribir y, de repente, ocurrió lo inesperado de nuevo. Pareciera venir a demostrarme que, con algunos detonantes en particular, no puedo racionalizar mis sentimientos ni encasillarlos.
No queda otra que entregarme a sentir: el nudo en el estómago de golpe, el pulso acelerado, las ganas de huir de mi propia cabeza.
Hace poco comencé a prestar atención a qué siento específicamente cuando una emoción me arrebata. ¿Aparece fuerte en el pecho, en la garganta, en la panza, en la cabeza? ¿Se asemeja a un puntazo, un vacío, un fuego que me abrasa?
¿Se trata de dolor, tristeza, enojo, miedo?
Entender cómo cada emoción se siente distinto en mi cuerpo me ayuda a poder pedir/obtener lo que necesito para volver a mi eje. Por el contrario, cuando me dejo llevar por un río caudaloso de pensamientos negativos, no puedo razonar con claridad ni entender qué necesito.
He aprendido que me cuesta tener compasión conmigo misma más que con cualquier otro ser humane.
En estos casos, me sirve recordar que los procesos no son lineales. También tengo presente que cuando me siento para el culo me resulta muy poco útil saberlo. Me pregunto: “¿por qué siempre una vuelta de tuerca más?” y la letra de mi tango preferido llega a mi rescate: “Tomálo con calma... esto es dialéctica pura, ¡te volverá a pasar tantas veces en la vida!”.
Otra vez debo adaptarme a que las cosas no ocurrirán exactamente como tenía planeado. Vuelve la sensación de desarraigo, de incertidumbre, de espera sin fechas concretas. De nuevo lo imprevisto se desenvuelve en todo su esplendor ante mis ojos mientras aprendo a surfear esta ola nueva. Algunas mareas traen emociones suaves y pacíficas; otras sacuden hasta lo más profundo y arrasan con todo lo que se cruce en su camino. ¿Cómo será la que me toca ahora? Lo averiguaré sola. Lo sabré más adelante, con el diario del lunes (como siempre). Pero esta vez, a diferencia de otras crisis, el torbellino de emociones me encontrará escribiendo.
Elijo creer que estoy mejor equipada para atravesar lo que se viene. Cuento con el presupuesto emocional para afrontarlo, aunque eso no quite que el sacudón inicial me desestabilice brevemente.
A mi favor: el know-how que acumulé para armar viajes en tiempo récord. En dos días puedo resolver tema pasaje, consultarle a las personas correctas aquello que no sé, armar una lista rápida de esenciales y sentirme tranquila a nivel logística. Ya ni valija grande necesito, solo la de cabina. Llevo poco y nada. Me muevo liviana de objetos, más no de emociones. Estoy acostumbrada a saltar de país en país sin ataduras, pero resulta evidente que ya no me interesa tanto desde que encontré -inesperadamente- la vida que quiero en unos ojos rasgados ingleses.
Lo admito: jamás fui buena despidiéndome. Al contrario de lo que podría esperarse, no aprendí a normalizarlo. Cada último abrazo cala hondo. Respiro cortito. Pretendo absorber al otro en toda su inmensidad por ese breve instante, donde estamos unidos. Busco fijar en mi memoria su olor, su mirada, lo que lleva puesto. Sé que nos veremos de nuevo pronto, pero tal certeza no despeja la melancolía de la distancia.
Prefiero un “hasta luego” a un “adiós”. Lo aprendí de la manera más triste cuando le pedí al cielo que por favor hubiese algún modo de que la despedida no fuese definitiva. A veces quiero creer que no lo fue y nos volveremos a ver en otro plano, en otra realidad. Me autoconvenzo de que no existen las despedidas reales, porque todos terminaremos del mismo modo: polvo eres, y al polvo volverás.
Efectivamente, somos afortunades de tener la posibilidad de volvernos a ver. Sin embargo, algunas despedidas despiertan dolores que aún no cicatrizan. El sentimiento de hoy rebota en un hecho anterior que dejó secuelas. Viajar por vacaciones o ganas de distenderse no es lo mismo que verte obligada a subirte a un avión por asuntos migratorios. “Esta es la última vez”, me repito incansablemente. El puntazo en la boca del estómago no se conforma con mis razonamientos. Insiste en recordarme que este asunto no me resulta indiferente. El tintineo del malestar me atraviesa el cuerpo como si lo estuviera viviendo otra vez.
Alrededor de la cicatriz he colocado flores, colores, experiencias bellas y momentos felices. Celebro la fortuna de, en medio del caos, siempre encontrar el modo de seguir. Sin embargo, el agujero sigue ahí y apenas con un roce vuelve a abrirse de par en par. Regresa el miedo de golpe y mi cabeza se prepara para lo peor. En un instante, el progreso que tanto me costó pareciera desaparecer para dar lugar a la ansiedad, la taquicardia, la tristeza como destino inevitable. Mi cabeza interpreta que 2023 es 2020 porque algunas circunstancias se repiten.
Pero yo no soy la misma. Y lo peor ya pasó.
No puede volver a ocurrir, científicamente hablando, algo de magnitud similar a lo que me desarmó ese fatídico año. Yo ya me he quedado varada del otro lado del océano de la vida que deseo para mí. Yo ya he aprendido que tragedia es que te informen en unas escaleras de hospital que no fue un ACV, sino un tumor terminal.
Yo ya he perdido a mi madre.
“2023 no es 2020” reitero entonces, como un mantra, a ver si así puedo incorporarlo. Mientras tanto, me dedico a la tarea de intentar aprender que mi miedo cumple una función. Cuando logro correrme del vórtice de emociones que se traga todo a su paso, entiendo que identificar lo que temo es una oportunidad de darme lo que necesito.
Parece que no queda otra: hay que sentir los sentimientos. Qué embole, ¿no? Quisiera poder comprar paz mental en sobrecitos efervescentes, disolverla en agua y tomarla de un solo trago. Cuántas veces deseé poder puentear dolor, incluso con la certeza de que estaría bien cuando saliese del otro lado. Lo que sea por no habitar mis propios pensamientos durante esos momentos, cualquier cosa por correrme del espacio en mi cabeza que insiste en que va a ocurrir algo horrible.
“Tirate a la vida: te mata o te alimenta” canta Erica García en el hit dosmiloso con el que abrí esta newsletter. Se vienen unos meses inesperados en los que tengo, irónicamente, mucha fe. Hay un hermoso proyecto rondando en mi cabeza, muy personal, al que quiero abocarme durante este espacio finito de espera al que me debo entregar. La siguiente newsletter será ya desde otro suelo.
Ojalá pueda hacerme amiga de sentir. Quiero mirar a los ojos a aquello que más le temo y extirparle su poder sobre mí. No deseo seguir rehén de lo que no va desaparecer. Solo me queda aceptarlo, amigarme, encontrar nuevas conexiones cerebrales que no me hagan asociar “cambio inesperado” con muerte (literal y figurativamente).
Basta de resistirme a la tristeza por miedo a quedarme ahí.
"This too shall pass" ♡ Te lo digo a vos, y me lo digo a mí misma.
A poner las energías en ese otro proyecto, sea lo que sea... será un éxito y tus lectores estaremos acá para apoyarte :)
Te mando un abrazo fuerte!
Siempre me lo digo a mi y te lo digo a vos, todo pasa, y pasa por algo, todo tiene un porqué aunque ese porqué no nos guste mucho. Te abrazo y éxitos con lo que va a venir!!!