En 2017 abrí mi IG exclusivo de gastronomía y se sintió muy bien. Desde siempre había compartido todo lo que fuese comida en mi cuenta personal, pero a veces resultaba un tanto excesivo para los que me seguían por otros motivos. Lanzar una cuenta nueva para dedicarla exclusivamente a mi pasión se sintió natural, casi esperable. Una de mis metas iniciales fue no limitarme a compartir solo aquella comida instagrameable. Quería liberarme de la presión de que SIEMPRE la vajilla fuese perfecta, de que jamás hubiese salpicaduras en la mesada y de que el foodstyling quedase prolijo, con los suficientes elementos para dar composición a la foto. Quería que prime el contenido por sobre la forma, cansada ya de sentir que últimamente en línea solo se fomentaba lo segundo. Y durante un tiempo funcionó. Creo que la mayor parte de los seguidores que acumulo hasta la fecha se remontan hasta esa época.
No sé precisar bien cuándo, pero todo cambió. De golpe se puso de moda hablar de comida, probar platos exóticos (aunque no te gusten) y sacarse fotos en restaurantes o cafecitos al punto de visitarlos solo por la imagen. IG y las reseñas se convirtieron en un negocio. Mucha gente entró a la ola foodie con más conocimiento de marketing o publicidad que de gastronomía y comunicación. Incluso hubo quienes se subieron al boom para comer gratis a cambio de reseñas. El panorama cambió radicalmente: el consejo amable de aquellxs que siempre abogaron por el buen comer quedó sepultado entre posteos pagos (muchas veces, sin blanquearlo), sorteos para generar tráfico a las cuentas, contenido viral a puro Nutella o queso en cantidades grotescas, y videos cortos donde es imposible aprender a cocinar fehacientemente porque las sutilezas y la técnica no tienen cabida en el formato breve.
¿Estamos comiendo lo que queremos o lo que nos vende el contenido? ¿Qué recetas estamos replicando? Observo rápidamente las tendencias de Tiktok y me deja un sabor bastante amargo. Me he tomado el trabajo de curar mi feed con detenimiento para seguir cuentas que sí enseñan e informan, como la de una italiana que sube videos más largos para mostrar cómo prepara distintas pastas en su casa en la Toscana. También tengo especial predilección por las abuelas cocineras (aunque las cuentas no son de ellas generalmente, sino de sus nietxs). Disfruto de ver sus manos y sus gestos. Amo la impunidad con la que cortan un tomate directamente sobre la mesada con un tramontina desafilado. O cómo no miden nada y cocinan “a ojo” con la sabiduría de la experiencia y los sentidos. Lamentablemente lo que el algortimo me ofrece a mí dista mucho de ser popular. Las cuentas con más visualizaciones se dedican a recetas todas más o menos iguales que abarcan “lo que se usa en el momento”: sea la pasta horneada con feta en 2020 o, ahora, los butter boards (una tabla de manteca saborizada que luce hermosa, aunque no conozco a nadie que coma manteca a cucharadas como si fuese trocitos de queso). Incluso a menudo enseñan mal técnicas básicas de cocina, como vemos en el Tiktok a continuación. La dicotomía me invade: ¿prefiero que cocinen esto, aunque sea viral y malo, a que no preparen nada? ¿No es posible viralizar contenido de calidad? ¿Por qué siempre se viraliza lo mismo, lo instagrameable? ¿Es posible que solo prime la imagen en la gastronomía, donde usamos los 5 sentidos permanentemente? ¿Para quién trabaja quien genera contenido, para su público o para las marcas? El camino del interrogante me lleva por terrenos cada vez más complejos.
El boom de las reseñas gastronómicas explotó cuando yo ya no vivía en el país. Hoy salir a comer es un trabajo para muchos y eso hay que celebrarlo. Sin embargo, como todo trabajo, puede abordarse de una manera más o menos ética. Muchos influencers no aclaran qué reseñas son publicidad paga y cuáles son independientes. La audiencia no tiene forma de reconocer si los halagos son imparciales o pagos. Así sucede que visitan desprevenidos ese lugarcito del reel, pagan su buen dinero y a cambio la experiencia es paupérrima. Dadatina, la influencer que recomienda cremas y maquillajes, aclara siempre si lo que comparte es una reseña independiente o una colaboración pagada. IG precisamente desarrolló esta herramienta para diferenciar el contenido pago, pero muchos omiten usarlo deliberadamente. Ser transparentes con nuestra manera de generar ingresos no debería ser obstáculo para dedicarse al food blogging. Está perfecto recibir dinero a cambio del contenido generado, pero la audiencia merece saber que hubo una transacción detrás. Son ellos quienes van a invertir el dinero que tanto les costó ganar en una salida, aunque para el influencer haya sido gratis.
La misma naturaleza repetitiva e imitativa de las redes termina generando que lxs influencers masivxs no se diferencien entre sí: todxs tienen el mismo estilo, comen lo mismo, van a los mismos lugares, a la misma inauguración la misma semana. Todxs hablan igual: cancherxs e informales, con un vocabulario tan sencillo que suele resultar insuficiente para describir lo que se llevan a la boca (¿cuántas veces podes decir que algo es “rico”, “de muy buen sabor” o “delicioso”?). La fórmula se repite: más se viraliza el posteo, más lo muestra el algoritmo, más personas lo ven y piensan que tienen que replicar exactamente eso para tener éxito en la app. Por eso lo primero que podemos hacer para salir de este loop infernal es tomar conciencia. Entender que cada like y cada clic tiene peso y construye realidad. ¡Lo que apoyas, crece!
Es inevitable notar que gran parte del negocio de vender comida es, hoy día, vender más bien estilo de vida. ¿A qué experiencia podemos acceder a través de la pantalla? Una sala perfectamente iluminada, mantel impoluto, vino boutique, ingredientes caros y de moda en primer plano. La versión aspiracional y hollywoodense del acto de compartir la mesa. ¿Dónde quedan las cenas reales? ¿Dónde, las porciones normales? ¿Hemos hecho del sencillo acto de alimentarnos un espectáculo grotesco? Mis respuestas viran a lo apocalíptico cuando invaden mi retina reseñas donde chorrean volcanes de queso derretido o donde una sola persona pide comida para 6 y la destroza. O, como mencionamos en el podcast con Vicky, cuando nos quieren convencer de que comer un menjunje de Oreo, Kinder y Kitkat es una deliciosa idea. Atravesamos una de las peores crisis alimentarias de los últimos tiempos. Millones de personas apenas pueden comer una vez al día, con suerte. Sin embargo, no nos inmutamos al ver cómo mancillan los alimentos en nombre del “entretenimiento”. Porque es esa la justificación última para la existencia del contenido rápido de comida (que no es lo mismo que contenido de comida rápida): que es inofensivo, solo sirve para scrollear y mirar sin pensar, para entretener.
Y es con esta clase de afirmación que mi cuerpo entero entra en conflicto. Entiendo que necesitamos desconectarnos y relajar. También reconozco que, desde ya, a todxs nos gusta apreciar una linda mesa. No obstante, el planeta está colapsado y la crisis alimentaria es real. No podemos seguir consumiendo al ritmo que lo hacemos. Por otro lado, cada vez cuesta más salir a comer afuera y no es justo que alguien malgaste los pocos pesos que tiene para el ocio en una experiencia que no es la que vende el influencer pago. ¿No hay manera de crear contenido gastronómico que sea sustentable y ético? Yo creo que sí, y el modo en que Vicky lo lleva adelante es un ejemplo. Por eso dije al final del podcast que recomiendo confiar en el criterio de cuentas con menos seguidores que aún conservan su independencia. Que pagan en cada sitio que van, que no piden comida de más solo para la foto, que tratan al restaurante y sus trabajadores con respeto. Que no sacan reseña tras reseña diariamente como un McDonalds de contenido rápido. Que comen de verdad, más allá del posteo (muchxs ni prueban bocado, solo sacan fotos y filman). Cuentas que no apoyan el tirar comida, que no manguean a un emprendimiento que recién arranca y más que nunca necesita apoyo financiero. La responsabilidad de tratar de afinar los consumos recae en nosotros.
Tampoco podemos ignorar que la fórmula del éxito es la de siempre: la plata atrae plata. El influencer más exitosx termina siendo el que más riqueza ostenta, el que más eventos cubre, al que más invitan a comer por canje. También es notorio que suelen ser casi siempre mujeres blancas, delgadas, hegemónicas y de clase media/media-alta. Como explica Amanda Mull en este artículo, resulta virtualmente imposible encontrar una influencer de comida que tenga un cuerpo coherente con todo lo que supuestamente come:
“Es una contradicción tan atractiva como la propia comida: una mujer hermosa que constantemente ingiere los platos más excesivos y abundantes, pero jamás engorda”.
Un breve repaso mental ayuda a identificar lo mucho que cuesta encontrar otra clase de propuestas, no porque no existan sino porque no crecen en redes. Casi no hay microinfluencers nicho que provengan de otro trasfondo o luzcan distinto. Quedan automáticamente excluidos porque “el mundo funciona así”. Para salir a comer hay que tener plata, salvo que seas influencer y comas gratis. La ironía.
Alicia Kennedy lo describió magistralmente:
"La riqueza y la ostentación atraviesan la creación de contenido gastronómico para redes sociales. No solo se exhibe abundancia de alimentos, sino de platos, servilletas, velas y flores para que la comida luzca atractiva. Debido a la naturaleza frenética y avasallante de las redes, no es suficiente mostrar status ocasionalmente. Hay que presumir todo el día, todos los días".
Es la naturaleza de las redes sociales y no solo para la creación de contenido gastronómico. Todo pasa por el filtro de la estética, lo instagrameable, lo que se puede viralizar y consumir. Son todas aristas vinculadas con vender vender y vender, en lugar de compartir. La comida como la concibo escapa de la visión de CONSUMO. Es más un espacio de llegada y comunión, de procesos lentos, de conocimiento profundo que te acompaña para siempre. Sé que muchos creadores de food content comparten este sentir y no saben cómo plasmarlo en sus redes. Es que, por definición, desde esta clase de plataformas es difícil generar otra cosa. Es la tiranía del clic y casi que te la endilgan cuando aceptás Términos y Condiciones sin leer. Por ese motivo, entre muchos otros, dejé de crear contenido allí y abrí este espacio donde puedo retomar la línea que siempre quise abordar.
En el podcast con Vicky hablamos sobre manejar dinero éticamente en la industria. Creo que no hay nada de malo en recibir dinero cuando queda claro que hubo una transacción, cuando no hay publicidad oculta. Y me animo a hablar del tema porque hace 8 años tuve mi propio aprendizaje con la falta de autenticidad. Años después, he podido establecer límites claros respecto de lo que estoy cómoda de hacer. Es por este motivo que quizá en este espacio encontras temas que en otros no: precisamente me puedo dar el lujo de ser independiente y no venderte nada. Y para ilustrarlo procederé a confesar dos situaciones que nada me enorgullecen, de la época de Masterchef.
Cuando finalizó el programa, de Telefe me llamaron para filmar un piloto de microrecetas para su web. Ellos armaron el concepto y el guión y solo me pidieron una receta que tuviese coherencia. “Vamos a mezclar música y cocina”, me explicaron, “este episodio piloto tiene música de Fito Páez y entonces vas a hacer un Fito De Vegetales. En vez de guiso, «fito», ¿entendes? Tráete ropa rockera y pásame lista de ingredientes que te consigo todo”. Mandé un guiso de dedalitos como receta y me dispuse a buscar un disfraz que me acercase más a cómo lucía cuando cantaba años antes en Mar del Plata con mi banda. Y deliberadamente digo “disfraz” porque de algún modo eso había quedado en el pasado.
El día pautado mandaron un remís a buscarme a mi casa de Monserrat, en CABA. El viaje hasta los estudios de Telefe en Olivos fue eterno. La grabación me resultó bastante intrascendente pero usamos la misma escenografía que la serie de moda del canal y eso era divertido. El programa, al aire diariamente a las 21 h, hacía mucho hincapié en la música de los 80 y había grandes piezas de escenografía. Recuerdo especialmente un Cadillac rojo. Tal vez el momento más destacable de la jornada fue almorzar en la cafetería y cruzarme actores de civil, encorvados y desaliñados. Quedó en evidencia que sin todo el glamour que les otorga la pantalla, seguramente ni los miraría dos veces en la calle. Me fui de los estudios pensando que había hecho un buen trabajo pero que me sentía bastante pelotuda hablado de un “Fito de vegetales”, con actitud canchera como me pedían. Una mezcla cringe entre Ruth Infarinato de MTV y Choly Berreteaga de Utilísima. Les había gustado mi onda y por eso me convocaron, pero no me ofrecieron espacio para expresar mis ideas ni mi identidad.
El piloto quedó en la nada por falta de presupuesto.
Posteriormente me llamaron de Knorr para que desarrollase recetas con las bolsas saborizadas para horno que acababan de lanzar. No hace falta decir que yo detestaba esas bolsas llenas de mierda químicos. Recuerdo hablarlo con mamá y llegar a la conclusión de que ninguno de esos condimentos era necesario. La bolsa sola y dos o tres ingredientes ya cumplirían el mismo propósito. Después estaba el tema de la bolsa per se y el plástico innecesario. Se puede lograr un efecto similar con una olla con tapa. Saber que el producto era totalmente innecesario me dificultó mucho desarrollar recetas. Nunca me convenció lo que entregué. Yo sabía que nadie necesita la bolsa de Knorr sabor limón y ajo para cocinar rico. Solo necesitan ajo, limón y manteca. Sin quererlo, estaba contribuyendo a generar una necesidad que ni debería existir. Esto fue trabajar en la gastronomía de manera poco ética. No me sentí representada en lo que ofrecí. No estaba siendo honesta porque el mensaje era en realidad una publicidad. Y yo no quería vender nada.
En el sentido de crecer y expandir este proyecto que sí me enorgullece, el folletín pasará a salir el viernes. Es decir que comer.viajar.hablar. es ya un medio autogestivo que recopila cada semana un podcast los domingos, una newsletter los miércoles y un folletín los viernes- todo 100% original.
Si llegaste hasta acá, sé que valoras mi esfuerzo y dedicación. La realidad es que desde que renuncié a mi empleo formal, estoy trabajando más que nunca. Toda mi atención se concentra este espacio, que tan bien me está haciendo, así que vale la pena cada hora invertida. En este sentido, hoy quisiera hacerte un pedido especial. Me encantaría que me ayudes a que esta comunidad crezca orgánicamente con gente de idea similares. No me interesa el algoritmo que premia la uniformidad. El boca a boca ha demostrado ser más efectivo para reunir a quienes les interesa lo que ocurre por aquí. Si podés, compartí con algún amigue que encontraste un espacio que pensás le puede gustar. Envíale una newsletter o podcast, o una frase incluso. Abrí debate, amplificá el mensaje, llevalo a la vida real con tus amigues.
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Me despido hasta el viernes, donde llegaré a tu inbox con la segunda entrega del folletín Elige tu propia aventura 2022. Si aún no estás suscriptx, podes hacerlo gratuitamente en el botón a continuación.
¡Gracias por ser parte!
Lu.-
Me muero por ver el fito con vegetales. Tenes que subir esa receta a enclavedesal que será mas que bienvenida!