Privilegios
Cuando hay que hablar de dos, siempre supe que es mejor empezar por une misme
Amanezco temprano para no correr. Detestaría tragar un desayuno a las apuradas o no poder secarme el pelo tranquila. Me levanto a las 6, me ducho, me armo el mate. Verifico tener la chaqueta de chef y el delantal en la mochila. Me maquillo, escucho las noticias argentinas de fondo. Documento la cotidianeidad de lo mundano: filmo un Tiktok, tomo notas en el bloc del celu, me saco una selfie para registrar el corte exacto de flequillo que permite que mis rulos se armen en cascada.
Salgo a la calle y respiro el aire fresco de abril en Londres, mientras busco la vereda donde da el sol. Me arrebata la sensación de otredad, de aún no acreditar la vida que llevo aunque hace meses ya es mi realidad. Trazo la raíz del extrañamiento a una incomodidad suprema que no logro conceptualizar con claridad aún.
Me dispongo a realizar el mandatory commute hasta el trabajo. Tengo que conectar dos medios de transporte, a veces tres porque así resulta más rápido. Si voy a la sucursal de North London, compro los ingredientes para cocinar antes de entrar. Si me toca Marylebone, mi supervisor se encarga de tener todo listo. Cocino un menú por paso o canapés, según el evento. Tomo todos los cafés que deseo, generados por una máquina de última tecnología empotrada a la pared. Tan solo aprieto un botón en la pantalla táctil y el dispositivo me entrega un macchiato doppio mucho mejor que el de la tienda de la esquina, que cuesta tres libras con cincuenta. Con mis compañeros disfrutamos comidas de perso, charlamos, nos llevamos a casa las sobras envasadas al vacío.
Al final de la jornada, salgo al exterior y alguna imagen me ataca con su belleza. Puede ser un atardecer, el outfit de una señora o la arquitectura de un edificio antiguo. Regresa el extrañamiento. La incomodidad.
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Soy feliz con la vida que llevo. Comunicarlo a veces desencaja al interlocutore, quien se sorprende de escuchar frases como: “Estoy chocha yendo a trabajar”. Ahí comprendo con más claridad dónde se origina mi inquietud. Se me confunden derechos con privilegios. La falta de precisión en los términos oscurece el disfrute cuando ―por fin― mi vida se ha empezado a mover en la dirección de mi deseo.
Tengo derecho a disfrutar de mi trabajo, que me remuneren y traten bien. No puedo, sin embargo, desconocer los privilegios que habilitan que esta sea mi vida y no otra, más allá de mi esfuerzo personal y decisiones.
Reconocer los propios privilegios (y trabajar activamente en ellos) requiere un proceso de reactualización constante. Cuando alguien nos señala que hablamos desde el privilegio, lo más natural es tomarlo personal y sentirnos atacados, porque duele. Leticia Urretabizkaia explica que lo primero que nos sale con este tema es una suerte de “orgullo” que quiere proteger nuestro espacio de comodidad y ceguera para seguir sosteniendo el sistema de dominación. Nadie quiere saberse del lado del opresor, pero una vez que abrimos los ojos resulta difícil desver.
En lugar de sentirme culpable porque me gusta mi trabajo, milito para que este derecho lo tengamos todes (si no es universal, no es derecho; es privilegio). Escribo esta newsletter porque imagino una vida donde poseemos menos objetos pero disfrutamos de más tiempo para vivir: vos, yo y todes. No obstante, los que manejan el mundo nos llevan para el lado diametralmente opuesto.
Mi consciencia de clase se desarrolló cuando me abrí al mundo. En 2018 con una amiga nutricionista realizamos una labor de relevamiento con comedores comunitarios y luego brindamos una clase de cocina-degustación para les gastronómicos sociales. Queda corto describir que la experiencia fue un baldazo de realidad, humildad y gratitud. Hablé del tema en el último episodio de mi podcast con
, cuando abordamos la Triple Jornada de muchas cocineras.El día del taller solidario, una a una las asistentes relataron costumbres que me extirparon de mi burbuja: “elaboro en la cocina de mi casa y después les vecines pasan con su contenedor de plástico a retirar”; “hago todo frito, con leña al aire libre, porque la garrafa de gas está incomprable”; “cocino en el baldío con las donaciones que puedo conseguir”. Las historias me obligaron a reformular muchas de las recetas que pensaba compartirles, adaptándolas a realidades hasta entonces desconocidas para mí.
Vivir hoy en una ciudad como Londres me mantiene en contacto permanente con mis privilegios y limitaciones. Por un lado, escucho experiencias que me hacen sentir que crecí en una película de Disney, protegida de males como la adicción al alcohol o a las drogas duras. También aprendí que en este país la gente de mi clase social debe endeudarse para poder acceder a estudios superiores, mientras que en Argentina la educación pública nos permite una movilidad social imposible de concebir en el “primer mundo”.
Por otro lado, por mi trabajo de freelance chef conozco personas (amorosas, por cierto) que llevan un estilo de vida de altísimo nivel. No alcanzaré semejante éxito financiero jamás, pero no me preocupa. Me conozco y no me interesa entregarle mi tiempo a los sacrificios requeridos para alcanzar esas cuentas bancarias. No querría trabajar todas esas horas, atada a ese estrés, para vivir esa vida. Para mí, no hay bien material que justifique cederle mi libertad a un trabajo corporativo, de escritorio, de horas extras detrás de una pantalla.
Hoy tengo clarísimo que no quiero ser boss babe.
Aspiro a una vida suave, lenta y llena de experiencias… more like soft babe.
Entonces, ¿cómo abordar un tema que por definición nos mantiene ciegos ante la realidad? No es cuestión de buscar culpables, sino de hacernos cargo de que somos parte de un sistema que reproducimos en muchos sentidos, nos guste o no.
Quizá hayas visto en mi perfil que suscribo a las ideas del Feminismo Interseccional1. Contemplar el mundo desde este lente cambió mi percepción del lugar que ocupo, al mismo tiempo que me abrió a conocer opresiones que hasta entonces ignoraba y, por lo tanto, no problematizaba.
La transversalidad es una teoría feminista, una metodología para la investigación y un trampolín para una agenda de acciones en el ámbito de la justicia social. Comienza con la premisa de que la gente vive identidades múltiples, formadas por varias capas, que se derivan de las relaciones sociales, la historia y la operación de las estructuras del poder. Las personas pertenecen a más de una comunidad a la vez y pueden experimentar opresiones y privilegios de manera simultánea (por ejemplo, una mujer puede ser una médica respetada pero sufrir violencia doméstica en casa).
El análisis interseccional tiene como objetivo revelar las variadas identidades, exponer los diferentes tipos de discriminación y desventaja que se dan como consecuencia de la combinación de identidades.
Creo que para hablar de privilegios, como decía la canción de Shakira, es mejor empezar por uno mismo. Voy a diseccionar algunos de los que he podido reconocer en mí hasta ahora porque, repito, es un proceso de aprendizaje constante.
Por newsletters como la que publico hoy es que agradezco comunicarme con les lectores desobedientes detrás de una barrera de pago digital: mis sentimientos no quedarán expuestos a la infinitud de la world wide web.