Dime por favor donde no estás
en qué lugar puedo no ser tu ausencia
dónde puedo vivir sin recordarte,
y dónde recordar, sin que me duela.
(Gustavo Castiñeiras)
Puedo teorizar sobre el dolor. Puedo, con destacable facilidad, adoptar ese “tono de tesina”, como lo llama mi amiga Magui. Dispongo de la capacidad de absorber material sobre la muerte con curiosidad imperturbable, más allá de lo difícil que me resulte encarar esas lecturas aún hoy. Sé escribir ensayos solemnes respaldados por bibliografía de autores destacados que explican mucho mejor que yo qué es un duelo. Pero no es lo que quiero abordar en la newsletter de hoy. La realidad es que esta vez quiero escribir sobre extrañar, sobre ese sentimiento tan humano que todos experimentamos en distintas magnitudes.
El extrañar que me duele en el cuerpo actualmente es ese que te enfrenta a un inexorable nunca más.
Hablo de extrañar a quien se fue, aquel ser querido que perdió su cascarón de piel y se volvió espíritu. Esa mirada que aparece con claridad cuando cerras los ojos fuerte en busca de una realidad distinta a la que te acoge, cuando te lastima un mundo donde no escuchas su voz. La falta que se acrecenta al caminar por terrenos desconocidos, donde no le contás tus alegrías y penas al ser amado. Todos extrañamos a alguien. Nadie escapa de esta deuda universal humana. Lo aprendemos incluso desde temprana edad cuando perdemos una mascota. Nos preparamos para convivir con el vacío que deja quien se va y tratamos de completar el agujero con su recuerdo. Todo el amor que albergamos hacia esa persona de golpe no tiene lugar en el mundo tangible, no podemos entregárselo. Ahoga, sofoca, asfixia. Mi cabeza todos los días me recuerda: “Aún no puedo creer que no estés”, así, en segunda persona. Lo digo en voz alta y le hablo directamente a mi mamá como si estuviese corporizada en el aire. Y ya pasaron dos años. Es mucho tiempo y nada a la vez. No hay manera de medir cómo o cuánto puede doler.
La cuestión es que extraño las manos de mi madre. Son un concepto mucho más grande de lo que puede apreciarse a primera vista. Las manos de mi madre eran hermosas, pequeñas y femeninas. Sus uñas (semi-largas, ovaladas y duras como rocas) levantaban suspiros y elogios a menudo. Cierta vez las usó de arma para rasguñar en represalia a un tipo que atinó a tocarle el culo en la calle. Solía decirme que si se volviese a cruzar con dicho hombre años después, lo reconocería por las cicatrices en la cara. Brava, mamá. Así fui criada y su influencia es notoria. Las manos de mi madre siempre lucían perfectas. Disfrutaba de hacerse ella misma la manicura en una gama de colores muy peculiar, entre el rosado y el nude, su marca registrada. Más de una amiga me envió fotos de su nail art con el comentario: “muy tu vieja este tono”. Hoy, cuando elijo un esmalte del estilo siento que mis manos se parecen mucho a las de ella, o eso me gusta pensar.
Las manos de mi madre escribieron tesis y proyectos, a veces mientras bordaban como trabajo adicional porque había que engordar el salario. Las manos de mi madre tejieron todo lo que la cabeza acompañó: para nietos de sangre, para familiares adultos, para sus amigas, para los hijos de mis amigas. Su legado son decenas de prendas personalizadas desperdigadas por los placares del mundo. Incontables veces le sugirieron que vendiese sus creaciones, por la profesionalidad que manejaba, pero ella jamás accedió. Era su pasatiempo sagrado y disfrutaba hacerlo por amor a sus seres queridos. Esa facilidad para las manualidades la llevó a incursionar también en la bijouterie y la costura, siempre con éxito, creatividad y enfoque autodidacta. Quedó pendiente aprender telar.
Las manos de mi madre armaban las cenas más paquetas y esmeradas. Con atención minuciosa, mamá planificaba todo anticipadamente con una precisión japonesa. Cuando el invitado llegaba, la mesa lo esperaba ya con mantel, posaplato, plato, cubiertos, servilletas, vino, copas, vela, flor, algo para picar y la música encendida. Armaba menúes de mínimo tres pasos para cualquier invitadx entresemana. Variaba la complejidad de la receta, pero no el esfuerzo en preparar un plato alucinante con lo que hubiese o en poco tiempo. Las manos de mamá elaboraban siempre algo exquisito, con un toque personal y la dedicación como sello. Sabían cómo deshuesar un pollo con cortes limpios, maximizar la limpieza de un lomo, amasar y estirar con palote una tanda de fideos para 4 en 45’. Mamá dominaba la técnica como un cocinero consagrado promedio y ni siquiera era consciente. Cocinaba con esa inocencia y, a la vez, con firmeza por haberlo aprendido de su mamá y su abuela. Se encargaba regularmente de los más variopintos detalles: desde llevar a la playa ensaladas en tupper con el tomate aparte para cortarlo en el momento, hasta comprar bandejitas de cartón para sostener los panchos en mis cumpleañitos, idénticas a las que te brindan los puestitos callejeros. Es curioso que no recordemos a nuestros ausentes por grandes anécdotas, sino por pequeñas trivialidades. La suma de sus partes-mañas-detalles da origen a la personalidad ÚNICA del individue que extrañamos. Esas mismas manos, años más tarde y poco antes de fallecer, me ayudaron con talleres de cocina y cenas pop-up.
Cocinar juntas se volvió la sinergia que más extraño.
Dialogo con mamá en el lugar zen que habito cuando amaso o pico cebollas. Juzgo la sazón de un plato pensando qué le agregaría ella. Improviso comidas con lo que hay usando su criterio. Cocinar y escribir nos comunica de la manera más clara que tengo disponible. Quizá toda receta y newsletter sea un intento de conversar con ella, de conectar con su voz, de sentirla cerca.
Siempre nos encantó ir a comer solas. De chica, mamá guiaba las elecciones de menú y siempre compartíamos los platos. Una suprema Maryland en L'Orangerie, una ensalada francesa en Piazza de la costa, algún plato exótico de viaje. Lo poquito o mucho que hubiese, lo exquisito o lo más mundano: todo se compartía. Después crecí y el rol protagónico de elegir restaurante y menú se convirtió en mi responsabilidad, como una antorcha simbólica o algún rito de pasaje. Extraño tanto salir a cenar juntas, pasarla a buscar y que me espere perfumada y lista con su carterita en mano en el palier del edificio. Extraño diseccionar el menú, analizar cada bocado, comentarlo, adivinar sabores entre las dos. Extraño verla agarrar los cubiertos como si fueran pinceles (o mejor dicho, escalpelos) y manejarlos con una minuciosidad y elegancia que jamás podré imitar. Extraño cómo doblaba los bordes del mantel sobre la mesa para apoyar los codos y no tocar ninguna miguita. Extraño jugar a adivinar cuál será el total de la cuenta (y que ella gane siempre). Extraño todo pero lo que más extraño son estas pequeñas cosas que quizá solo yo veía.
El consuelo aparece cuando, por ejemplo, me veo a mí misma doblando el mantelito para no tocar las migas. Ahí me doy cuenta de que nunca se fue ni se podría ir porque yo soy ella. Literalmente, por genética -claro- pero más por todo lo que incorporé suyo sin haberme dado cuenta. Pienso en lo mucho que le gustaría que se lo reconociese. No porque no lo supiera, sino para disfrutar que yo diese el brazo a torcer en algo. Es que las dos somos bravas, como mencioné antes. Siempre se notó pero creo que se volvió más evidente desde su ausencia. El cliché de reconocerse similar a la propia madre. La injusticia de advertirlo recién cuando me percibo llenando los espacios que pertenecían a ella. Por ejemplo, cuando me apropio de los dobleces de mantel que evitan miguitas o del armado de mesas y cenas impecables para mis seres queridos. Todo lo he aprendido de su ejemplo. Pero el refrán indica que lo que se hereda, no se roba, así que pienso adjudicarme sus rasgos y hacerlos perdurar en el tiempo, aunque sea solamente para que siempre existan excusas para nombrarla.
Extraño a mi madre. Qué cliché y qué real. Es lo que lloran los tangos que, como dice el refrán, se entienden cuando uno ha vivido. ¿Qué se esconde detrás de esta melancolía? La conciencia, por mucho que nos cueste aceptarlo, de que somos finitos al igual que los que amamos. El tango aborda el dolor de la ausencia descarnada y recurrentemente. Lo entiendo desde que lo sufro personalmente. Extrañar nos invita a aceptar realidades complejas y a explorar maneras de convivir con la falta.
Extraño poder acostarme en el pecho de mamá y olerla. Extraño sus uñas en mi cuero cabelludo y la suavidad con la que me rascaba. Extraño el ritmo de su respiración y el calor que emanaba la cercanía física. Extraño la sensación de seguridad que sentía al abrazarla, irremplazable como pocas. Me toca aprender a vivir en un mundo donde no tengo más estos refugios. Constituye un entrenamiento diario y una angustia frecuente. No creo -ni quiero- poder dejar de extrañarla. Me sentiría conforme si pudiese, al menos, incorporar el extrañar a mi vida diaria como acto de amor en mis pensamientos. Me miro las manos y pienso en ella. Y sonrío. Cocino improvisando con lo que hay en la heladera, como aprendí de ella. Y conecto. A veces con más tristeza que otras, pero es así, no hay otra.
“Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños prometieron a sus ansias. Sabe que la lucha es cruel y es mucha, pero lucha y se desangra por la fe que lo empecina. Uno va arrastrándose entre espinas y en afán de dar su amor sufre y se destroza hasta entender que uno se ha quedado sin corazón. Precio de castigo que uno entrega por un beso que no llega o un amor que lo engañó. ¡Vacíos ya de amar y de llorar tanta traición!”
Discépolo sentencia hacia el final de la canción: “Uno está tan solo en su dolor, uno está tan ciego en su penar”. Nunca en la vida había entendido estas palabras hasta que me atravesaron de tal manera que su significado se volvió evidente. Más que entenderlo, lo vivo en carne propia. El saber entra al cuerpo a través la experiencia, a diferencia del conocimiento que da cuenta del aspecto científico, objetivo y sistematizado del aprendizaje. Lo que queda tras el duelo es sabiduría, conocimiento superior. Resulta intransferible y lo suficientemente inexplicable para que nos resistamos a siquiera hablarlo.
Me sirve escuchar tango al igual que conversar con gente mayor sobre sus padres. Me genera cierta paz escuchar que aún los extrañan, que el amor trasciende más allá de los años. Cada persona que consulté me afirmó que extraña a su mamá frecuentemente, haya fallecido hace 1, 5 o 40 años. La respuesta se repite en interlocutores que incluso tienen ya nietos y bisnietos. A la mamá se la extraña siempre como ese lugar de llegada, de protección, de completud. La extraño yo que apenas estoy transitando el duelo; la extraña una mujer de 70 años que llora a su madre hace 30. Ese extrañar es el amor, que insiste. El sentimiento no termina cuando el otro se va. Lo redefinimos, volvemos a trazar sus bordes en un intento de contenerlo de nuevo y darle otra vida. El amor de y por mi vieja es ahora mi motor. Hoy me toca creer en mí porque sé que ella sería la primera en hacerlo. Hoy me toca apostar a lo que me convoca porque sé que ella querría eso para mí. Hoy me toca seguir adelante porque no puedo desperdiciar tanto sacrificio en vida de su parte. Hoy estoy en Londres después de haber elegido la vida que mejor encaja conmigo, después de renunciar y tomar decisiones muy difíciles, pero sé que estoy acá por ella. Por la libertad que soñó para mi vida, por todo lo que me dio que ella no pudo tener, por las puertas que me abrió a fuerza de voluntad y garra.
Mamá educó con el ejemplo.
Tal vez no entiendas a qué me refiero o por ahí me comprendes mejor que nadie. Escribo para sentirme menos sola. Relato para mí, para ella, para todes los que lo necesiten. Encuentro una forma de seguir en el acto de escribir.
Si leer sobre la muerte y el dolor fue especialmente movilizante para vos, quiero agradecerte por sostener la lectura más allá de la incomodidad. Lo que más necesitamos los que duelamos es que nos habiliten el lugar para hablar de lo que nos pasa. El acto de amor más grande es, sencillamente, generar esos espacios de escucha atenta y amorosa para el duelante, más allá de que nos cueste el tema. No hace falta siquiera acotar nada, porque muchas veces no sabemos que decir. Solo estar ahí para acompañar y prestar atención es suficiente, muy parecido a lo que hiciste vos conmigo al dedicarle tu valioso tiempo a esta newsletter.
Será entonces hasta el miércoles que viene, donde te adelanto que sigue la conversación sobre comunicación gastronómica en redes. Por otro lado, queda muy poco tiempo para votar qué sucede a continuación en mi folletín interactivo que recibís los viernes. El domingo sale otro episodio de mi podcast y acá escuchas el último, que dio origen a lo que escribí hoy. comer.viajar.hablar está creciendo mucho y muy rápido, y no podría estar más feliz. No te olvides de suscribirte gratis con tu correo electrónico para recibir todo mi material directamente en tu inbox.
Gracias por ser parte. Si conocés a alguien a quien le pueda interesar o servir lo que conversamos en este espacio, me ayuda mucho que le compartas un enlace, un párrafo o incluso una frase. ¡Juntas le encontraremos la vuelta!
Abrazo otoñal,
Lu.-
Me siento identificada con cada palabra. Primero, no se que tienen las manos de las mamas, pero también recuerdo las de la mía, probablemente sea lo que más recuerdo de ella. Por otro lado, sentirme identificada en ella, ser una extensión, su representante en este mundo. Y por último, seguir adelante por ella. Era muy chica cuando dejó este mundo, y cada cosa que hago, cada desafío, cada situación difícil que atravieso, se que lo hago por ella, para honrar esta vida que me dio y que tanto anhelo darme.
Hermosas palabras Lujan, y muy necesarias 💞
Todavía no me repongo... recién termino de leer después de 3 o 4 pausas. Tuve que hacer un corte en medio, porque las lágrimas no me dejaron leer más. Qué emoción por favor. Y qué hermosa tu mamá, y lo que describiste de ella. No la conocí más que "de lejos" alguna vez, hace unos cuantos años, obvio firme con vos, a tu lado. Pero con lo que nos compartiste con tanto amor y detalle, me alcanzó para quererla y querer fundirme en un abrazo con vos para suavizar estas ausencias que duelen. Hace 3 años mi papá viaja y es espíritu libre por donde sea que esté; y esto de extrañar, lo siento directo y doloroso como una espinita en el dedo, que ninguna aguja ni pincita sacan. Me consuela un poooco saber que son eternos en nuestros recuerdos y que cada vez que los extrañemos podemos traerlos por un ratito con un solo cerrar de ojos... repasar con la mirada sus sonrisas, intentar traer su voz: y saber que finalmente somos parte de ellos. Aparecen en detalles que inexplicablemente o no, vemos, sentimos, olemos, saboreamos. Como por ejemplo en este contacto que gracias a vos tuve hoy día: Este tango de Discépolo que mi papá cantaba cada vez que lavaba el auto... que, dicho sea de paso, no entendí hasta hoy que leí la letra. Gracias por esto.