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Los nuevos comienzos rara vez se superponen con el inicio del año.
O al menos esa había sido mi experiencia hasta ahora, porque enero me encuentra en plena transición hacia una vida totalmente distinta. Veo decantar día a día varios procesos que empezaron hace rato. Hoy quisiera analizarlos para dar cuenta de cómo llegué hasta acá.
No creo que sea suerte. No lo atribuyo al destino. No me identifico con la manifestación mágica como recurso para hacer carne la vida de nuestros sueños. Ocurre que cambié de perspectiva a nivel fundamental.
En la newsletter Desobediente anterior, profundicé sobre el impacto de alejarse de la mirada masculina como medida definitiva de nuestro valor. Apartar su aprobación del eje de mis decisiones (y preocupaciones) liberó espacio a mansalva, como quien limpia el carrete de fotos cuando el celular le avisa que está al límite.
El tiempo libre que recuperé empezó a llenarse con pasiones que siempre estuvieron ahí, aunque no les prestase atención. Quizá haya pecado en subestimar cuánto dice de mí todo aquello a lo que me dedico cuando nadie me está mirando, cuando ninguna autoridad me obliga, cuando no hay mandatos detrás. Soy todo aquello que se cuela inevitablemente por mis poros, signado por mis elecciones diarias. Soy la que no puedo evitar ser cuando presto atención a mis verdaderos deseos. Soy la que aparece cuando me dedico el tiempo y cuidado que toda la vida le profesé a mis vínculos sexoafectivos. Durante décadas no hubo espacio para esta versión de mí, siempre ocupada en la labor emocional que requería el hombre heterocis que me acompañaba.
Mis prioridades se ordenaron alrededor de tres ejes: la cocina, la escritura y la revalorización (y consecuente redefinición) de lo doméstico. Lo que quiero destacar, como esbocé más arriba, es que no arribé a una claridad mental divina de la noche a la mañana. No ocurrió por arte de magia. No poseo una cualidad fundamentalmente distinta en mis genes. Me tocó aprender de las mujeres que me criaron que la única clave es insistir.
Me enorgullece haberlo entendido con el ejemplo, más allá de las palabras de aliento que crecí escuchando. Día a día atestigüé cómo Mamá persistía en la búsqueda de una mejor vida que nos ofreciese tranquilidad. Presencié pasivamente cómo estudió cinco carreras mientras trabajaba full-time, criaba 2 hijes sola y cuidaba a su propia mamá, enferma.
Incluso la acompañé a la universidad a recibir medallas al mejor promedio, desconociendo el triple valor que tenía su esfuerzo. A menudo estudiaba conmigo bailando y cantando a su alrededor. Se aislaba tanto al leer que no me escuchaba cuando le preguntaba algo. Tenía que acercarme y tocarla para recibir una respuesta, para sacarla de su trance, para abstraerla de su concentración.
“Lo que se hereda no se roba”, sentencia el refrán popular. Anoche mi marido me dijo que la palabra que me define es DETERMINACIÓN. Conociendo la historia de mi progenitora, no cuesta adivinar cómo adquirí esta manera resuelta de moverme por el mundo. Ir a por lo que quiero quizá sea la mayor enseñanza que Mamá me haya dejado, incluso si jamás se sentó a explicármelo. Bastó solo con verla.
Si tuviese que definir su lección tácita, la ordenaría alrededor de tres palabras clave. Desmenuzarlas arroja luz sobre los resultados que estoy comenzando a ver brotar en este enero frío, lejos de todo lo que conozco.