“Los muertos convierten a los que quedan en fabricantes de relatos”.
(Vinciane Despret)
Lo más alucinante de desempolvar un antiguo proyecto de escritura es que no sabés a dónde te puede llevar.
Cuando pensé en retomarlo para esta newsletter, apena tenía presente el núcleo de lo que vertí (hace años ya) en un documento de Word colaborativo. Lo narrado se configuraba como una nebulosa en mi psiquis. Tan solo recordaba que había volcado detalles y sensaciones de los eventos que llevaron al periodo más devastador de mi vida.
Emocionalmente, ese tiempo-espacio me vació a cero.
Contarlo para la comunidad de Desobedientes resulta un ejercicio natural de escritura catártica, obligándome a repasar sentimientos olvidados y pormenores en los que no había vuelto a pensar desde entonces.
Me entrego a conectar por lo que dure febrero. A recordar para reconocer la magnitud de lo ocurrido. Para abrazarme por todo lo increíblemente choto que me tocó transitar.
Estoy del otro lado, metafórica y geográficamente hablando; en Londres, para ser exacta. Viviendo una vida que por fin se vuelve a sentir plena y mía. Siendo otra radicalmente distinta porque la experiencia que me tocó atravesar dejó marcas con las que conviviré por siempre. Febrero siempre será agridulce. En febrero siempre te recordaré más seguido, y está bien.
Estoy aprendiendo, muy lentamente, a traer al presente sus recuerdos más felices: su sonrisa en atardeceres por el mundo, sus platitos gourmet (caseros o en restós), sus selfies en el ascensor con lookazos antes de irse de juerga con Las Chicas.
El olvido no existe. El ejercicio es aprender a recordarte.
El texto que produjimos con
partió de preguntas disparadoras mutuas. Como amigas atravesamos juntas el duelo de una muerte familiar dentro del duelo de la pandemia. Supimos perfectamente qué preguntarnos, amorosa y suavemente. Lo abordamos mediante comentarios al margen, con la idea de ayudarnos a expandir la narración.Bucear en mis recuerdos para recuperar esas sutilezas fue todo un ejercicio. Me dio vértigo comenzar, bien sabiendo que iba a doler tocar ahí. Hoy puedo entregarme porque soy otra. Entendí que darle espacio a lo más doloroso desbloquea una luminosidad singular, necesaria para crecer.
Para saber más del proyecto en sí, recomiendo escuches el episodio de podcast que grabamos con Magui sobre este proceso de escritura al hueso:
El año pasado volví a ver Inside Out porque soy una Niña con Arrugas y lloré más estrepitosamente de lo que me gustaría admitir. No se puede escapar de la tristeza, cumple un rol evolutivo:
“Por más que nos esforzamos en decretar alegría, la tristeza aparece y no la dejamos hacer su trabajo. Aunque nos resistamos, la tristeza tiene un rol que desempeñar en nuestro mundo emocional, sea personal o colectivo”.
La Tristeza es vital para los procesos de aprendizaje transformadores y creadores de consciencia
Por eso hoy quiero compartirte un texto fundamental para esta newsletter autobiográfica en curso. Un relato breve sobre las 48 horas más duras de mi vida.
Temí no poder decirle adiós. El universo me dio esa chance.
Encontré consuelo inusitadamente en la fortuna de un detalle: atravesé 4 meses abominables pero fundamentales para despedirme del ser que más amé en el mundo entero (y más me amó, precisión inapelable e ineludible). Tuve el privilegio de tomarle la mano mientras su cuerpo se dejaba ir.
La vi trascender en paz y nadie podrá robarme ese tesoro
Mamá murió en casa, en su habitación, rodeada de sus hijes, familia y amigas. Mamá no tomaba ya ninguna medicación. Tampoco usó respirador ni la entubaron. Mamá no sintió dolor alguno porque el cáncer cerebral no duele (aunque es letal para quienes acompañan). Mamá disfrutó del privilegio de que la supervise un equipo de enfermeras, kinesiológos, médicos y nutricionistas (todes amorosos y profesionales).
Ella sola gestionó anticipadamente dejar todo organizado con meticulosidad. Los estudios en carpetas individuales, divididos por especialidad médica. Las tapas de cartón de los remedios, pegados con cinta adhesiva en un papelito. La cuota de OSDE 410 que se sacrificó para pagar como jubilada docente. Ella repetía que no quería ser carga de nadie. Y no lo fue, ni en su muerte.
La ayuda inmensa de los profesionales de cuidados paliativos fue crucial para yo sobrevivir después del recorte de vida que les compartiré. También notarán que una constante se repite: la importancia de la red, el amor, la comunidad, el otre.
Esta newsletter no tendrá paywall para que todo el que la necesite pueda acceder a la lectura. Acá encontrarás un lugar seguro donde hablar del miedo, de la muerte, del núcleo de toda tristeza. Como en cada edición para la comunidad paga, daré una herramienta concreta para corporizar el cambio. Tomar una acción concreta chiquita puede ser el primer paso que no sabias que necesitabas.
Esta Desobediente incluye un ejercicio de escritura catártica que estoy poniendo en práctica en tiempo real. Quizás sientas que tenés ganas de poner las manos a la obra conmigo para esa persona (sí, esa en la que pensaste inmediatamente al comenzar a leer). Al final de esta edición nos encontramos para explorarlo juntes, si te resuena.
Por último, quisiera recalcar que el sentimiento que me invade después del experimento es de agradecimiento. Pude despedirme. Si Mamá se me hubiera ido de este mundo la noche que les voy a relatar, no quiero ni imaginarme el agujero.
Agradezco mi suerte.
Agradezco incluso el horror, porque me dio la chance de estar con ella y demostrarle tanto amor mientras partía.
Aviso importante: el texto a continuación discurre específicamente sobre un momento de crisis grave por motivos de salud. Si no te sentís en condiciones de enfrentar una lectura profunda del estilo, te recomiendo guardar esta newsletter para otro momento.
Uruguay. De todos los lugares donde podría elegir comenzar, voy a seleccionar Uruguay. Hay algo de su calma y su ritmo pausado y amable que siempre me ha parecido premonitorio. Si 2019 fue mi colchón mental de experiencias alucinantes para sobrevivir lo que vendría, la paz que me dio Uruguay durante 3 semanas de 2020 fue la antesala al calvario.
La visa de trabajo estadounidense, que se suponía iba a tener para entonces, se había trabado en la embajada de Buenos Aires. No lo entendía nadie: ni la abogada, ni mi familia ilusionada, y menos yo. Habían dado el OK desde EE. UU. pero, por algún motivo (de esos que no se pueden cuestionar, porque es EE. UU. y ellos hacen lo-que-quieren) la embajada en Argentina había sentenciado “todavía no”. Más papeles, más evidencia, más entrevistas, más burocracia. Estaba furiosa, con ese enojo visceral que solo genera aquello donde habíamos depositado ilusión. No había explicaciones, no había comunicación, no había justificativo concreto porque, claro, hay un pacto implícito que establece que los que queremos emigrar tenemos que supeditarnos a las más extenuantes listas de verificación, exámenes, y papelerío que el país receptor exija. Y sonreír y agradecer mientras lo llevamos adelante, claro está.
Yo no sonreía. Yo estaba cansada. Yo quería comenzar a vivir la vida que venía planificando desde que había surgido la oportunidad de mudarme a California cerca de mi hermano S. Con los años Mamá podría instalarse allí también y vivir a mitad de camino entre mi casa y la de S. Bajé apps para empezar a mirar alojamiento, e incluso S. me regaló una revista para que conociese los barrios de San Diego “en caso de que aún no estés decidida por LA”. Yo no tenía claro en qué ciudad me iba a establecer, pero la idea de estar cerca los 3 se hacía cada vez más real.
Estaba claro por qué semejante revés sin explicación alguna me había afectado tanto. Yo ya estaba lista para comenzar una nueva etapa y me la estaban negando. Me sentía acorralada por una decisión que escapaba totalmente de mi control.
Mientras tanto conversaba con mi amigo G en Roma, que me decía que prestemos atención a esta enfermedad nueva que salía en TV pero que en Argentina parecía tan lejana. Coronavirus, Covid-19, Miss Rona. Algunos países ya estaban tomando medidas muy restrictivas, y eso encendió todas mis alarmas. Me vi varada en Mar del Plata sin visa, sin pasaporte (los amorosos de la embajada se lo habían quedado “hasta decidir si me aprobaban o no”), lejos de todos mis planes y mi vida de ensueño. Se notaba tanto mi descontento que me tuve que sentar a hablarlo con Mamá. Estaba viviendo con ella durante lo que creía sería una estadía de un mes, como mucho. Sentadas en la mesa del living, me aconsejó compasivamente: “Hija, si sentís que querés irte, hacelo. No podés estar más así”. Es que yo estaba zombie, enojada, con un pie allá y otro acá. No tenía ganas de encarar nada nuevo ante la eventual chance de que me llamaran para decirme que mi visa ya estaba autorizada.
Me tomé el Buquebus pensando que disfrutaría de una semana en La Esmeralda, Uruguay, con Lala. ¿No te pasa que a veces observás tus acciones, ya con el diario del lunes, y un poco te da risa? Esa risa nerviosa que está muy cerca de convertirse en llanto, porque te concientiza de que nos la pasamos haciendo planes sin tener idea de lo que se avecina.
Pude disfrutar de caminatas por la playa desierta (incluso desnuda, así de vacío estaba el paraje), noches de vinito y juegos de mesa, incontables platos que cocinamos con Lala con lo que proveía su huerta, mucha lectura, altísima conexión con la naturaleza y con la fauna del lugar.
Entonces la sombra del COVID, que hasta entonces sobrevolaba nuestras vidas, se instaló e hizo nido en nuestras psiquis. Las fronteras cerraban: acá, allá y en todos lados. Nadie sabía cómo tratar el virus aún, y la única opción viable era guardarnos a todos en nuestras casas y privarnos del contacto con los demás.
Inmediatamente llamé a Mamá, un poco ―bastante― consciente de que viajar en marzo de 2020 no había sido la mejor idea. ¿Para qué castigarme? ¿Acaso alguien había dimensionado su gravedad? Bueno, no. Pero para entonces yo ya sentía que tenía que volver lo antes posible por si se ponía peor; parecía que G en Roma tenía razón.
Mamá, en llamadas diarias por Whatsapp, me repetía que me quedase tranquila. Tenía la heladera stockeada y la farmacia traía los remedios a domicilio. El vecino del primer piso le acercaba cualquier compra que necesitase y ella la desinfectaba bien antes de guardarla.
Y acá comienza una serie de hechos que al día de hoy catalogo como fortuitos, aunque en su momento creí que eran “lo peor que me podía pasar”. (Otra vez, la risa nerviosa de quién no sabe que conjura al universo la naturaleza trivial de sus aparentes problemas).
Si bien yo tenía pasaje para regresar el viernes en uno de los dos últimos ferries que transportarían solo argentinos de regreso a su país, no pude usarlo porque el día anterior los cancelaron. Un argentino se había subido al servicio del jueves y dado positivo de COVID ya arriba del barco.
“Si hubiese viajado el jueves, estaría en cuarentena en Buenos Aires”, reflexioné con Lala. ¿Qué diferencia hacía? Ahora tocaba contactar al consulado y esperar que ellos me pudiesen devolver a MDQ.
Viajar como repatriada en una pandemia resultó uno de esos hitos que jamás quisiera marcar en mi lista de pendientes. Caras argentas que se encontraban en la puerta del consulado en Montevideo y ya no se podían compartir un mate. Tomamos un bus hasta la frontera en Fray Bentos y ahí nos encontramos con nuestra contraparte uruguaya que volvía desde Argentina. Ambos grupos descendimos y, después de controles varios, cruzamos la frontera caminando para subirnos al bus donde había venido el otro grupo. “Re sanitario”, recuerdo haber pensado mientras me ponía guantes de látex y barbijo.
Esa noche tocó dormir en Retiro, en el piso, hasta que nos pudieran subir a furgonetas que iban a distintas partes del país. Ahí nos despedimos de las amistades que habíamos hecho en tan inusual travesía. Todos teníamos miedo, pero nadie se animaba a decirlo con esas palabras ―incluida yo.
Cómo elegiría ese miedo mil veces, hoy que sé lo que se iba a venir.
Así es como descubrí que no todo es lo mismo, que una situación a resolver no es lo mismo que un problema, y que podría esperar por lo que sea lo que hiciese falta si supiese que del otro lado todo va a estar bien. Lamentablemente aprenderlo es intransferible y solo queda en evidencia cuando uno experimenta en carne propia que ciertos hechos no van a terminar bien por mucho que uno esté dispuesto a esperar.
Así partí en una camioneta cuyo destino inicial fue La Plata, luego Mar del Plata y después Bahía Blanca, para terminar en Viedma. Adiós, desconocidos que nunca volveré a ver; atesoro nuestras conversaciones para paliar el miedo ante tanta incertidumbre.
La cuarentena en Mardel prometía ser muy sencilla, conviviendo en el mismo edificio con Mamá pero en otro piso. Así nos mandábamos comida casera por el ascensor, planificábamos la compra semanal que yo pedía por WhatsApp, o nos recomendábamos qué ver en Netflix. Incluso me puso una silla y una mesita plegable en el palier, entre el ascensor y su puerta, para que pudiera sentarme ahí afuera a compartir un ratito con ella… de lejos pero cerca. Un día, por fin, mi cuarentena terminó y volvimos a compartir la mesa como corresponde. Yo subía cada noche para que cenáramos.
Hasta esa vez y ese episodio que lo cambiaría todo para siempre.
Yo me encargué de pedir sushi; Mamá me esperó con la mesa puesta. Llegó la comida y subí con las bolsas. Dispusimos todo bien lindo, como nos gustaba a nosotras, pero casi no llegamos a comer.
Cuando todo lo que das por cierto y seguro se desmorona de una manera tan inesperada y repentina, no hay manera de saber cómo vas a reaccionar. No recuerdo con exactitud qué me dio la pauta, creo que ya estaba totalmente en shock. Nunca había presenciado un ACV y no sabía qué estaba pasando. Nunca me había puesto a pensar en la clásica pregunta: ¿Cómo sos en situaciones de crisis?”. Recuerdo que primero empezaste a no entender mis comentarios y confundirte; después llegaron las palabras que no eran palabras. Mi memoria no guardó detalles de lo que mis oídos escucharon, pero sí conserva vívidamente el recuerdo de sus ojos clavados en los míos, buscando que le diera sentido a los sonidos inconexos que salían de su boca. Puedo sentir su desesperación ante mi imposibilidad de entenderla y su incapacidad de comunicarse. Le avisé a S, mi hermano (que no vive en Argentina), e inmediatamente decidimos que había que llamar a una ambulancia. Para cuando llegaron, Mamá ya no podía hablar ni fijar la vista en mí ni en nada.
No sé cuánto tardó la ayuda. ¿Diez minutos? ¿Siete? El tiempo no significaba nada. Los enfermeros tocaron el timbre y bajé a abrirles, dejándola sola unos eternos instantes. Le hicieron todas las preguntas de rutina. Mamá seguía en silencio pero ahora también estaba tomado el cuerpo, que tampoco respondía. Había que llevarla urgente al hospital, así que me fui con ella en la ambulancia. Sé que mandé algunos mensajes contando la situación. Hoy ni sé qué puse. ¿Cómo expresar en palabras lo que no podes aprehender en lo más mínimo? ¿Cómo explicar aquello que aún ni siquiera se constituyó en tu psiquis? Solo sé que para cuando pude dirigir mi atención al mundo exterior, allí estaba mi amiga L, estacionada afuera de la clínica.
Fue la primera de reiteradas ocasiones donde agradecí que no me escuchasen cuando afirmaba no necesitar ayuda.
Si permanecer en la calle era peligroso, entrar en un hospital era una locura. Lo poco que sabíamos del Covid a abril de 2020 nos tenía a todos en un espiral de paranoia y terror. La regla era simple: no podes socializar. No podés contar con el otro, con su abrazo, con su sonrisa amigable. No podés visitar a nadie (menos en un hospital). No podés apoyarte en nadie porque el otro es potencial incubador de un virus mortal.
Esa noche, cuando me subí al auto de L, poco importaron los protocolos que tan a rajatabla veníamos siguiendo. Tuve que dejar a Mamá en terapia intensiva mientras le pasaban el medicamento para desbloquear lo que suponíamos había sido un ACV. No me permitieron esperar en recepción y me pidieron que llame al día siguiente para saber su estado. Tenía que quedar en cuarentena 48h a ver si presentaba síntomas de Covid. No iba a poder verla. La había dejado sola. Yo estaba sola. Todos estábamos encerrados.
L. me abrazó fuerte y me desplomé en llanto. Después de varios minutos así, entre barbijos mojados y aterradas, nos fuimos a casa de mamá. L se acostó conmigo y me abrazó hasta que me quedé dormida llorando.
A primera hora llamé al hospital y me confirmaron que había respondido bien a la medicación. Sin embargo, hasta que no estuviesen listos los resultados de su prueba de Covid debía seguir aislada.
Fueron las 48 h más largas de mi vida.
Retomo el recuerdo ya 4 años después de atravesadas esas fatídicas horas. Mi memoria falla o se protege, una de dos, porque los detalles que supieron ser tan minuciosos ahora se me escapan. Quizá sea mi psiquis que deliberadamente deja ir los recuerdos más punzantes.
Sin embargo, hay una imagen que sí permanece clarísima en mi mente: la mañana en la que por fin me permitieron volver a verla.
Caí a Terapia Intensiva de la Clínica Pueyrredón y esperé detrás de una puerta maciza hasta que el reloj marcase que comenzaba el horario de visita. Llegué temprano porque no me aguantaba más en casa, no aguantaba más de verla, no aguantaba más de volverla a ver ser ella. Cuando finalmente abrieron, me preguntaron a quién venía a visitar. Les di el nombre de Mamá y, mientras caminábamos hacia su cama, me dijeron que ya les estaba dando órdenes. Respiré aliviada. No se me habría ocurrido mejor forma de describir su “estado normal” que gestionar sus alrededores, vicio profesional de Directora de escuela.
Cuando finalmente la divisé, cuando escuchó mi voz y me miró, nos profesamos las sonrisas más descarnadas que jamás haya visto. Corrí a abrazarla, a besarla, a olerla. Me acurruqué un rato en su pecho, me hizo mimos en la cabeza. Era otra vez Mamá.
El terror que sentí ante la idea de no volverla a ver fue lo que forjó todo lo que sobrevino. Si me quedaba poco tiempo con Ella, al menos me quedaba ALGO. No me la habían arrancado de golpe sin poder despedirme. No tenía que ser así para nosotras.
Nos merecíamos un adiós como Dios manda, en casa, tranquilas. Nos tocaba una despedida dolorosa pero sostenida en el amor infinito de familiares y amigues. Nos tocaba tenernos por un ratito más para que no quedaran dudas del amor infinito que nos unía. Y nos une.
Ese amor actualiza su presencia en la Tierra en forma de palabras y recetas. Esta es la manera que encuentro de que siga existiendo a través mío.
La vida de Mamá se prolonga cada vez que la traigo de vuelta a este plano.
Escribo y lloro. Lloro y escribo. Ambas a la vez, en tándem. A veces el llanto supera el flujo de palabras; a veces me encuentro teniendo tanto que decir(le) que no puedo parar de tipear. Aprendo todos los días a convivir con el dolor de extrañarla insoportablemente.
Su partida cambió el propósito de mi vida de formas que jamás hubiese anticipado. La cocina es el espacio donde la evoco, donde sano. Entre las hornallas siento que no se ha ido.
¿Le pasaría a ella lo mismo con Licha, su mamá? ¿Por eso quizá también cocinaba tanto? ¿Acaso por eso tejió conmigo un puente desde el alimento, desde que tengo uso de razón? ¿Es este lenguaje de las manos una unión sempiterna entre nosotras, las Vidal?
Cuando cocino no estoy sola.
Herramienta concreta para corporizar el cambio
Escribí una carta al éter. Es decir, escribile a esa persona que ya no está.
Podes dejar traslucir claramente a quien le estás hablando (como yo), o hablarle a un otre al que le puedas configurar sentido solo vos. Podes mostrárselo a tu red, o encararlo sabiendo que solo es para tus ojos y para el Cosmos.
Contale cosas como se lo contarías a elle. Todo lo que tengas ganas. Ningún dato es trivial; ningún tema queda fuera del alcance del texto. Hablale como lo harías en carne y hueso, en ese tono. Dejate atravesar por la sensación de poder conversar con elle.
Si querés, compartí en comentarios tu experiencia para que otros duelantes podamos acompañarte. También podes responderme por correo electrónico y contarme. En todos los casos, no hay duda de que es más seguro saltar al abismo del sentir con el sostén de una red humana.
Son bienvenides quienes resuenen con esta Mesa del Dolor.
Los invito a sentarnos juntes.
Recordar no es un mero acto de la memoria. Es un acto de creación1.
te adoro ❤️
Ay, Lujancita, hasta da ganas de seguir leyendo de esta historia, aunque sea durísima de solo verla en palabras. Te abrazo y qué orgullo debe sentir mamá de que puedas hacer arte hasta con el dolo más profundo.