¡¡¡ADVERTENCIA!!!
todo lo relatado en el siguiente folletín está BASADO EN HECHOS REALES.
Es una historia absolutamente verdadera salvo por TODO aquello que elijo ficcionalizar para preservar mi intimidad y la de todas las personas involucradas en la historia, que son de carne y hueso y merecen que las cuide ❤️.
Por otro lado, lo que ocurre no lo decido yo, sino las encuestas en las que ustedes mismos votan democráticamente qué pasa a continuación. En ese sentido, si lo que sigue es factualmente verídico o no ES RESPONSABILIDAD DEL PÚBLICO.
Asegúrese, lector, de votar a consciencia porque en sus manos está la génesis de los capítulos subsiguientes.
El Inglés te propone un plan: “no estamos lejos de mi casa y podemos ir a tomar algo a mi jardín. Es techado y hay mantitas. Vivo con mi hermana pero más allá de eso, no tenemos que entrar a casa si no querés. Como tengas ganas. Sino igual, la pasé re lindo”. La combinación “lugar tranquilo, mantita y charla con el Inglés” suena embriagadora. Precisamente por eso sería mejor esquivarla. Sacas el celular para escribirle a L.
Si das por concluida la velada, mandas el mensaje a)
Si le avisas que tu noche sigue, envías el mensaje b)
Leelo entero acá.
Respondiste b)
Mientras esperas que L te conteste el mensaje, notas que no trajiste suficiente abrigo. Afuera el clima se volvió más hostil durante el rato que estuvieron embelesados mutuamente y jamás te percataste de que comenzó a lloviznar. El Inglés tampoco luce preparado para enfrentar semejante frío, pero quizá sea una buena excusa para estar más cerca físicamente. Se te ocurre contarle que eso hacen los pinguinos para conservar el calor: amontonarse. El dato le resulta tan irrelevante como tierno y te abraza fuerte.
Juntos buscan la parada de colectivo más cercana, y esperan los 6 minutos que faltan para que pase el suyo. Aún no has conocido a nadie acá que use automóvil entresemana. Él te explica que entrar al centro de Londres en auto implica pagar varios impuestos. Acota, además, que el transporte público en esta ciudad es buenísimo. No suele expresar patriotismo en absoluto, sin embargo esta es la primera vez que describe algo de su país que le agrada o pone porgulloso. Viajan los 30’ de trayecto que los separan de la casa conversando sin parar, aún desinhibidos particularmente por las dos botellas de vino que tomaron en el pub. Cuando finalmente arriban a destino, le mandas tu ubicación a L para que se quede tranquila.
Proceden a caminar hacia el patio y escuchas voces femeninas. La hermana del Inglés está tomando algo con amigas y los invitan a unirse. Estás por acomodarte en uno de los sillones cuando él te comenta que tiene hambre y primero quiere pasar por la cocina. Es tu ambiente preferido en todas las casas así que decidís unírtele, más por curiosidad que por apetito. Mientras procura los utensilios necesarios, te pregunta si te gustan las “broo-sheh ’as”. Pones cara de desconcierto y te explica que es un pan tostado con toppings, típico de Italia. “Quiso decir bruschetta”, traduces para ti misma pronunciándolo correctamente, y le profesas la misma mirada tierna que él te dedicó cuando mencionaste los pinguinos. No piensas contarle aún que en tu vida la comida es mucho más que un pasatiempo; no quieres condicionarlo porque disfrutas verlo en acción con los ingredientes. Procede a armar una bruschetta de tomate, albahaca, ajo y oliva. Honestamente, picarías los ajos mucho más pequeños pero te muerdes los labios y te callas. Comen tranquilos en la cocina con una naturalidad sorprendente. Se siente cómodo, familiar, como si lo hubiesen hecho cientos de veces. Limpia rápido la mesada y te invita afuera, con dos cervezas en mano. La velada deviene en una reunión de amigues muy relajada. Te acurrucas con tu manta y reflexionas que, si bien no esperabas que la noche continuara así, el plan resulta muy conveniente para interactuar distinto con el Inglés y ver cómo se comporta con otres. Estás contenta de haber venido y de conocer un poquito más su mundo. Te despides un par de horas más tarde, no sin antes aclararle lo mucho que te divertiste. La respuesta es, primero, un beso apasionado; segundo, un mensaje de texto cuando ya estás en el Uber camino a casa.
“Me encanta pasar tiempo con vos. ¿Desayunamos el domingo?”
Esta vez, no hay titubeo a la hora de decidir si aceptar. Tus dedos contestan: “Encantada” antes de que siquiera tomes consciencia de que se están moviendo. Tienes algunos días por delante hasta volver a verlo así que vuelcas tu atención plena en la ciudad alucinante que te aloja. El calendario apremia y Londres aún tiene mucho por descubrir.
La mañana siguiente decides que es hora de hacerte las manos. Hace un año adoptaste la costumbre de usar las uñas bien largas y la necesidad del service mensual te obliga a buscar algun salón cercano a London Bridge, donde te estás hospedando. Google encuentra uno abierto a pocas cuadras, así que hacia allí te dirijes. El clima se pone más inestable a medida que pasan los días y hoy el cielo luce amenazador. Piensas en lo increíble que tiene que ser esta ciudad para que te alucine más allá de las temperaturas abominables. Es que en Londres podés hacer todo lo que siempre hayas soñado. ¿Querés ir a bailar swing un miércoles? Podés. ¿Te interesa aprender jujitsu? Vas a encontrar dónde. ¿Te gustaría probar comidas de las partes más recónditas del planeta? Solo tenés que poner un dedo en el globo y elegir, y vas a encontrar un restaurante de esa comunidad en alguna parte de esta inmensa urbe. Mensajéas a L preguntándole a dónde pueden ir a comer esta noche y te responde inquisidoramente si te gusta el picante. Le confirmás que estás dispuesta a probarlo todo, al menos en lo que respecta a comida. Te pasa unas coordenadas en Brick Lane. Esta noche irán a comer comida Bengalí. La recepcionista del salón de uñas te recibe con una sonrisa y te acompaña a elegir color de esmalte mientras esperas tu turno. Cuando finalmente te asignan un sitio, descubrís que enfrente no tenés una manicura sino un manicuro y te sorprende sorprenderte. Es la primera vez que tu service de uñas queda a cargo de un varón. “Cosas de Londres”, concluyes al abandonar el salón con las manos impecables, ansiosa por cambiarte para la cena con L. No tienes ni idea de qué comen en Bangladesh.
El restaurante contrasta con la onda cool de Brick Lane. Se trata de un negocio familiar con sillas de metal y mesas de melamina. La luz es blanca como de hospital y excesivamente brillante. Detrás del mostrador divisas decenas de platos que no sabes reconocer: arroces de varios colores, guisos rojo furioso, texturas poco familiares y una cantidad sorprendente de chiles frescos usados como quien espolvorea perejil. Te llaman la atención los tres mozos-cocineros bangladesíes de casaca blanca impecable que sirven la comida, recogen las mesas y lavan los platos en tándem. No hay música alguna más que el sonido rítmico de los cubiertos y vajilla de los comensales. Con L son las únicas dos clientas que claramente no entienden qué comer ni cómo comerlo. El más joven de los muchachos se acerca y les ofrece un menú en inglés, que igual no sirve de mucho porque los platos no tienen más que el nombre y ninguna descripción. Piden asesoramiento y ordenan lo que les sugieren, sin terminar de poder repetir verbalmente qué van a probar. El resultado es ambivalente: algunos sabores les encantan y otros son imposibles de comer por lo picantes. Sientes un ardor en la boca, no en la garganta, pero está muy por encima de lo que tu paladar inexperto puede disfrutar. Comes poco: curry con langostinos y huevas de pescado, con arroz blanco.
Al finalizar la cena les convidan buyo, una preparación típica suya, diseñada para limpiar el paladar y perfumarlo como un enjuague bucal. Olvidan mencionar que también es adictivo y cancerígeno si se lo consume regularmente, pero ustedes lo prueban contentas en total ignorancia. Se supone que lo deben masticar y escupir. Pruebas un bocado pequeño y te transporta a un lugar no explorado antes. Te informas y comprendes que estás masticando una hoja con clavo de olor, cardamomo, anís, coco, nuez de areca, hoja de betel y un montón de ingredientes más que tampoco conoces. Tu boca queda suavemente perfumada y muy fresca. Este concepto se convierte en lo mejor de la cena, algo totalmente distinto, desconocido y exótico. Te llevas la experiencia de la comida bengalí en Londres en el corazón.
Le envías fotos de toda la velada al Inglés, quien responde que no puede esperar a que le cuentes todos los detalles mañana, en la segunda cita.
Te despiertas tranquila porque estás lista para disfrutar. Viajar sola implica vincularse con personas, encariñarse y dejar ir. Es parte del trato: riqueza por desapego. Nuevamente te recorre la sensación de que ya has podido despedirte de otres y seguir, así que no te da miedo abrirte a conocer personas. Estás acostumbrada, de algún modo, a extrañar. No es un entrenamiento del tipo militar, sino más del estilo tortura china. Extrañas a gotitas todos los días y eso va construyendo un cascarón que te permite dejar ir cuando las circunstancias lo exigen.
El Inglés llega las diez en punto al sitio de encuentro acordado. Resalta que le costó madrugar, pero que está contento de verte. Entran a The Breakfast Club y piden chicken and waffles y blinis de maíz. Para él, café negro; para vos, un flat white. Comentas que lo tomas desde antes que se ponga de moda, como si a alguien le importase. Te da verguenza tu apreciación snob y decides hacer el esfuerzo de, por una vez, callarte. Tu cita parece ignorar por completo tu embrollo mental. Cuando la camarera irrumpe con su comida, juzga que eres la clase de mujer que comería un blini y le entrega el pollo al Inglés. Intercambian los platos mientras bromean sobre cómo hemos asociado géneros a los platos y bebidas. Es una idea insólita. Hombre: carne, vino, whiskey/ Mujer: ensalada, vino blanco dulce, Amarula.
“No hay nada inherenetemente masculino o femenino en los gustos pero los seres humanos tenemos prejuicios para todo”, reflexionas en voz alta.
El Inglés se sube al debate inmediatamente y te alegra descubrir su postura, que se alinea con la tuya. Y así conversan hasta pedir una segunda ronda de café. Las preguntas son íntimas, pero no fuera de lugar. Ambos demuestran genuino interés en la historia del otre. Comparten la sensación de no querer dejar de charlar así que, después de pedir la cuenta y pagar, pasean a pie por Borough Market. Dan vueltas hasta encontrar un parque escondido y se sientan a fumar, a mirarse, a soñar. Hay una chispa encendida distinta que se niegan a definir porque las circunstancias en las que se conocieron son complicadas. Te invade la duda y te preguntas: “¿Me gustará de verdad o será que irme pronto amplifica el sentimiento?”. Concluyes que no habrá otra opción más que averiguarlo y te afirmas en tu entrenamiento para dejar ir.
Te acompaña hasta la puerta del departamento de L en Shakespeare’s Globe. Al despedirse, se funden en un abrazo inusualmente largo. Vistos de afuera, parecen dos personas que se quieren mucho y hace rato no se veían, no se encontraban, no se tocaban. Subes y te diriges directo a tu habitación. Te parece que sientes cosas. Te cuestionas incluso qué es “sentir cosas” y si está bien o mal, y si puedes hacer algo para atenuarlo. Quizá conocer a alguien más, no poner toda tu atención en él, sea una buena idea. No pretendes reemplazarlo con otro, pero quizá abrirle la puerta a otras personas diversifique tu intensidad y puedas vivir la semana que queda en Londres menos pendiente de la historia con el Inglés.
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¡Hasta el domingo!
Gracias por ser parte,
Lu.-
Ay par favarrr que es esa pregunta Lujannn!
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