Adaptar la tradición
Bueno, bonito y barato
“Si queremos recrear los platos de la abuela, que dejó sus recetas en un cuaderno, tampoco podemos hacerlo, porque no tenemos los mismos utensilios, porque quizá ella usaba una cocina económica de leña, mientras que yo utilizo inducción, porque quizá cocinaba para diez personas y yo para dos, porque aquello tenía demasiada grasa o estaba demasiado cocido y el gusto y la textura ya no responden al paladar de hoy… ¿Dejan de ser auténticos por eso?
En el fondo lo que hacemos son recreaciones, adaptaciones.
Recreamos y readaptamos el pasado, las tradiciones, para que den respuesta a nuestras preguntas de hoy”.
Ant. Xavier Medina en
La semana pasada regresé a mi empleo de demo chef/showcook con el que me voy moviendo por Londres. En una de las cenas, un cliente me preguntó si más allá de dedicarme a esto profesionalmente, también cocino en casa. La primera respuesta que se me figuró en la mente fue: Claro, otra no queda. Vivo con mi compañero, que trabaja más horas que yo fuera de casa, y alguien debe encargarse del alimento. No hay posibilidad de emanciparse de la necesidad de combustible para el cuerpo. Más allá de mis divagues internos, elegí contestar con la verdad:
Me encanta cocinar en mi hogar, le dije sonriendo. Pero, a continuación, me apuré a aclarar: lo que ocurre es que cocino totalmente distinto a como lo hago en el trabajo.
Que el fine dining, que el menú por pasos, que los ingredientes orgánicos, que la cocción al vacío, que el maridaje, que la vajilla, que el ambiente, que “el concepto”. Nada de eso me interesa cuando me vuelco a la cocina doméstica. Mi cerebro opera de manera distinta en el entorno de mi hogar.
Exploro, leo, investigo. Con la claridad de un sabueso, busco lo que satisface mis deseos. La visual es clave: necesito anillos, uñas que llamen la atención, arrugas, incluso manchas. Las manos que busco, idealmente, son como las de mi madre. Son también similares a las de mi abuela, que también me enseñaron a cocinar. Son manos que amasaron, que amaron, que se cortaron y quemaron, que alimentaron, que cuidaron, que transformaron ingredientes en sustento. Son manos de mujeres que han trabajado toda su vida.
Me emociono al dar en YouTube con un programa repleto de las manos que sueño. Se llama Fogones Tradicionales y lo protagonizan señoras de distintas comarcas de España que enseñan recetas que casi ya no vemos en la mesa. Platos marrones, caldosos y poco atractivos estéticamente, pero que saben delicioso y huelen a nostalgia.
Las cocineras que me inspiran no siguen las técnicas que enseñan en las academias. Por ejemplo, para picar un diente de ajo prefieren empuñar un cuchillito de pelar. Para una brunoise de cebolla no ensucian la tabla: primero sostienen el bulbo en la palma mientras, con la otra mano, trazan un cuadriculado en la superficie; luego cortan perpendicularmente una rodaja (también en el aire) y dejan caer los cubitos del vegetal. Tampoco necesitan de un repasador o un guante de cocina para retirar una olla del fuego. Incluso, a veces, pueden tocar frituras apenas salen del aceite.
Las manos son importantes pero la confianza de la cocinera es primordial. No necesita explicarme por qué es mejor cascar una papa que rebanarla: igual le creo. Me doy cuenta de que esa impunidad me atrae.
Cocino de este modo porque así aprendí de las que vinieron antes. El único aval que necesito es el disfrute de mis seres queridos, a quienes alimento.
En casa se cocina siguiendo el método Licha de aprovechamiento, ahorro y búsqueda de felicidad por la panza. No pienso en formato receta, sino en ingredientes disponibles y técnicas de cocción. No busco impresionar al comensal ni que el plato luzca digno de una sesión de fotos para Pinterest. Pretendo comer rico, rápida y económicamente. ¿Significa eso que preparo lo que crecí comiendo? No exactamente.
Elijo, para la cena de esta semana, un guisado. Llámale sopa espesa, llámale potaje, llámale dhal: es todos y es ninguno. El criterio básico es que pondré verduras a pochar, luego agregaré legumbres y líquido, y herviré todo hasta lograr la consistencia deseada. Por último, lo terminaré con lo que mi alacena y heladera me permitan.
Dicho así, parecería una creación digna de mi abuela. Lo que aplico es lo que aprendí de ella; sin embargo, mi plato incluye ingredientes que Licha no tuvo en su entorno: Garam Masala, cilantro, cúrcuma, lima. Además ella seguro le habría agregado alguna base cárnica como panceta, potenciador de sabor que me resulta fabuloso pero con el cual cocino muy de vez en cuando.
Es un guisito de mi abuela y, a la vez, no. Es mi adaptación de la tradición.
En la olla estilo Le Creuset que compré usada por ocho libras, rehogo cebolla picada en aceite de girasol. Si tuviese jengibre agregaría, mas no es el caso, así que sumo cuatro dientes de ajo para que se sienta (¡por algo me lo tatué!). Tomo el único boniato que hay en el cajón, prestando atención a que ahora solo me quedan tres papas (¿Me alcanzará para una tortilla mañana?). Pelo el tubérculo naranja furioso y lo corto en cubos pequeños, pero irregulares. Los añado a la olla y revuelvo, sintiendo ya cómo algunos trocitos del sofrito se empiezan a adherir al fondo.
Busco en mi arsenal de especias y me quedo con el Garam Masala y la cúrcuma. Los incluyo en la preparación, dorándolos bien. Llega el turno de las lentejas naranjas, el ingrediente que compré el domingo y me propuse usar esta semana. Las lavo bien bajo el chorro de agua sobre un colador, mientras agradezco mentalmente que no necesiten remojo. Las escurro y las agrego a la olla, junto con un cubo de caldo de verdura. Cubro todo con agua hirviendo de la pava eléctrica y remuevo. Cocino semi tapado unos quince minutos, apenas revolviendo de vez en cuando.
Decido no ensuciar el mixer de mano y sencillamente aplasto la preparación con un pisapuré, procurando dejar algunos tropezones de boniato que se puedan morder. Lo dejo hervir unos diez minutos más y agrego dos puñados de hojas de espinaca cruda. En ese momento apago el fuego y tapo la olla.
Procedo entonces a establecer qué le puedo agregar por encima al plato terminado, para mejorar la textura y equilibrarlo. Voy por un gajo de lima, hilos de aceite de oliva, castañas de cajú, y unas hojas de cilantro que estaban por fenecer. Sirvo el guisado con cucharón y lo acompaño con un pan naan pequeño que no amasé yo.






Qué hermosura 🥹
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