El camino se viene despejando hace unos meses, pienso.
Lo que se abre ante mis ojos ―un oficio, una carrera, un futuro impensado― encaja como un guante sobre las habilidades que aglomero en este metro cincuenta y ocho. Contra todo lo que hubiese imaginado, sirvió entregarme a la complejidad de todo lo que soy ―no sin terror, admito. La risa estrepitosa, la flor en la cabeza y los aros enormes, el dulce de leche, la charla infinita sobre cultura y gastronomía (sinónimos en mi diccionario): todo funcionó. Me animé a ser yo y aparentemente, está garpando.
Inesperado.
Los ocho meses del 2023 que permanecí en Mar del Plata, documentados exhaustivamente en esta publicación, resultaron claves para que me volviese a autodescubrir: post pandemia, post muerte, post renuncia a todo lo cómodo y conocido. No hubo forma de entenderlo mientras estaba ocurriendo. Quizá no sea posible aprehender los procesos en tiempo real o quizá a mí no me salga. La cercanía al fenómeno me nubla la capacidad de análisis. Mi prioridad en ese momento radica en invertir las energías en atravesar la experiencia.
Encontré mi lugar en el espacio doméstico, rodeada de mujeres, sus recetas y sus historias. Me reencontré con mi identidad, ese tejido personal irrepetible que da cuenta de lo que une tiene para ofrecerle al mundo.
“No podés escribir lo que hace falta si tenés la voz de la Internet constantemente en tu cabeza”, planteó Joy Sullivan en esta newsletter. En el algoritmo no crece el arte. Las redes sociales son terreno infértil para la creatividad con mensaje, esa que va más allá de buscar viralizarse o vender un servicio. Por eso, la crisis de presencia online de los artistas. Por eso, los incontables artículos que abordan el cansancio generalizado de la automonetización.
El problema no es el arte en sí mismo, sino el medio donde se supone debemos encontrar popularidad. Siempre fue difícil “pegarla”, pero las redes, con su supuesta democratización de la fama, han distorsionado la realidad. Técnicamente sí, cualquiera puede volverse influencer o promover su laburo online. Pero, ¿estás dispueste a sacrificar tu visión con tal de alcanzar más personas? Para el artista, la respuesta será categóricamente NO. Quien priorice su creación no podrá entregar su autenticidad a cambio de tres o cuatro cifras de likes, cientos de miles de visualizaciones o 0,018 centavos de dólar (lo que paga Youtube por cada reproducción de video).
Puedo admirar el plato de un cocinero con estrella Michelin, claro, e incluso aprender alguna técnica. Sin embargo, la inspiración nunca me llega del laburo de la gente consagrada. Ese sentimiento tan estimulador se manifiesta, para mí, en propuestas contraculturales originales.
Me interpela el contenido que desborda la forma. Me engancha la personalidad que no pretende convencerme de nada. Esa que invita y acompaña, con la naturalidad de quien sabe perfectamente quién es.
Así me pasó con Carmen Gahona:
Decirte que me miré una docena de sus videos al hilo no le haría honor. Me declaro fan suya no solo por lo que cocina, y cómo lo prepara, sino por los detalles. Por todo eso que no es ingrediente y técnica, sino autenticidad e historia. Su reivindicación del idioma y cultura andalusas. Su filosofía del reaprovechamiento. Su limpieza de las superficies y la bolsita de basura en la bacha. Su desparpajo y carácter. Su manera de explicar, accesible y abierta a otros modos de preparación. Sus secretos que no encontraremos en libros de cocina (por ejemplo, hervir las papas en el agua donde cocinamos los langostinos). Sus frases que surgen a partir del acto de cocinar: “todo tiene arreglo en esta vida”, “hay más desclasados que clasistas”, “a vivir, que son tres días y que cada uno haga lo que le de la gana”.
Carmen me inspiró, en principio, de forma automática. Abrí la heladera y me preparé una ensalada de papa con lo que tenía. Seguí sus consejos a rajatabla: la papa se hierve con piel, para que conserve el gusto, el aceite de oliva abundante y sobre la papa caliente para que absorba, un poco de vinagre porque sino la papa “es sosa”. Sumé chauchas, tomate, un huevo duro, cebolla de verdeo picada y mucho perejil. Lo coroné con bastante mayonesa (Kewpie, la que tenía) y lo zarandé de lo lindo hasta integrar bien.
El segundo momento inspirador que me dejó Carmen ocurrió cuando probé bocado. “Esto es cocinar”, reflexioné, “prepararte una papa hervida con mayonesa y agregarle lo que puedas o tengas”.
Imaginé a quienes escrollean sin parar en contenido de comida pensando que ese mundo les es totalmente ajeno. Les pensé desmoralizades ante la oferta incesante de distintos modos de alimentación: saludable, keto, vegano, sin gluten, sin lácteos, sin gusto, sin placer. Les vi convencides de que necesitan ingredientes irremplazables, mucho tiempo y ganas inquebrantables de “comer bien”. Les adiviné con culpa por freír, por ingerir carbohidratos, por soñar con productos de copetín. Hasta pude oler cómo les salió ese plato viral de solo 3 ingredientes: insípido, aburrido, olvidable. Incluso llegué a escuchar cómo, después de probarlo, regresaban al discurso de que la cocina no es para elles.
Seguí masticando entonces mi ensalada tibia, sintiendo las distintas texturas de los vegetales. La chaucha, hervida bien al dente. El tomate, sin piel ni semillas como siempre se hizo en casa. El perejil, picado groseramente para que se sienta. La cebolla de verdeo, ligeramente ablandada por el calor remanente de la papa. El huevo, hervido once minutos para que no se forme una capa verdosa donde la yema se toca con la clara.
Pensé en Carmen y en todas las mujeres que he visto crear manjares a partir de técnicas sencillas e ingredientes nobles. Pensé en la profundidad del espacio doméstico; particularmente, en cómo la cocina ha sido históricamente el lugar donde dejamos nuestra impronta aunque nadie lo registre. Pensé en el “aplauso para el asador” y la ausencia de un reconocimiento similar para quien cocina todos los días.
Seguí divagando mentalmente hasta que terminé la ensalada. Mientras raspaba el fondo del bowl con la cuchara para recuperar hasta los últimos trocitos, caí en cuenta de que no había sacado foto. Lo encontré muy ilustrativo; es que no había nada particularmente visual en el plato. Lo que resaltaba era el sabor, tanto que fue una de las comidas que más disfruté en mucho tiempo.
Yo, que laburo de cocinar. Yo, que diseño menús sin límite de presupuesto. Yo, que vivo en una de las ciudades más cosmopolitas del mundo y podría desayunar francés, almorzar coreano y cenar afgano.
Yo te aseguro que cocinar es hervirte unas verduras.
Nada más (ni nada menos).
Hoy por vos me hago una salsita fileto. Escuchá la canción "viaje a mi" de Luca Bocci. Gracias por tu reflexión y compartirla!
Lograste algo impensado: ¡me diste ganas de cocinar! 😋