¿Cómo mides a un hombre, a una mujer?
¿En lo que aprendió o en cuánto él lloró?
¿En lo que olvidó o cómo ella murió?
Después de 2020, cada diciembre me abruma. Siento en el cuerpo el peso de los días venideros, las celebraciones, las reuniones, las ausencias. Diciembre en mi memoria es caluroso y húmedo, aunque recuerdo varios festejos al aire libre que suspendimos porque a último momento hizo un frío abominable o porque la lluvia torrencial osó mojarnos la parrilla. Las gotas de diciembre que me empapan hoy son compañeras de un viento implacable y temperaturas heladas.
Diciembre huele a los jazmines de mi tía Norma y al agua de azahar de las panaderías. Se habilita la temporada de comer pan dulce, ya sea carísimo con frutos secos o berreta chicloso con frutas abrillantadas de dudosa procedencia. Cierro los ojos y me veo devorando uno de medio kilo entero con los pies enterrados en la arena calentita, mate de por medio. El sol marplatense en diciembre es lujo local y lo disfrutamos antes del caos de enero. Hoy aprovecho este mes para quedarme adentro, cocinar y escribir mientras espero a todas las amigas que vendrán a visitarme en las siguientes semanas. Es que, más allá de todo, Londres en esta época parece una comedia romántica navideña:
El soundtrack de Diciembre de mi nostalgia incluye villancicos y recitales del Paz Martínez en Crónica, cumbias noventosas y hitazos que ya no bailo con mi familia porque están lejos. El ritmo en las calles se percibe peculiar: todos corren con más prisa, más estresados, gastando más, con las emociones más a flor de piel que nunca. Los bolsillos sufren el recalcitrante consumismo navideño en forma de regalos y banquetes pantagruélicos que podrían alimentar a 50 personas, aunque en realidad solo seamos 12. Este año, al cóctel dramático se suma el Mundial y la manera tan visceral en la que lo estamos viviendo.
Soy partícipe de al menos tres celebraciones fuertes durante este mes: mi cumpleaños, Navidad y Año Nuevo. Sin embargo, festejar no me sale solo. O no me sale solo ya. La sensación que más me recorre este diciembre 2022 es la de fastidio por la carga que trae consigo este mes. Las cosas cambian y siguen cambiando y yo estoy en el medio tratando de hacer equilibrio y adaptarme lo mejor que puedo a lo que elijo.
¿Cuánto dura un periodo de transición? ¿Cuándo se convierte en una etapa per se, con características propias y cierta permanencia?
Encuentro un patrón en la naturaleza de mis respuestas. Siempre termino peleando contra el mismo molino de viento: la concepción arbitraria del tiempo. Dividimos el año en doce meses y nos regimos por sus métricas. Si en 525.600 minutos logramos aquello que planificamos, cumplimos con el mandato de perfeccionarnos, de ser mejores, de crecer infinitamente. Podremos tildarlo en nuestro bello Yearly planner, lleno de stickers, cintas adhesivas de colores y frases motivadoras.
¿Qué ocurre, entonces, cuando no cumplimos con el objetivo?
Me animo a esbozar dos respuestas posibles: nos culpabilizamos, sentimos que nos falta “energía” o “determinación” y resolvemos volverlo a intentar el año próximo; o bien con mucha liviandad comentamos al aire: “Bueno, otro año que no se da. Quizá el siguiente”, sabiendo que es muy poco probable que así sea.
No reniego de que efectivamente sirve proponerse alcanzar sueños, lo que siento es que diciembre tras diciembre nos sentimos agobiados de tratar de cumplir con todo antes del 31, como si el año fuese una carrera que se resetea en enero del año próximo. Quizá en el hemisferio sur el verano cumpla el rol de “pausa” entre un año y otro, especialmente para aquellos que pueden vacacionar. Desde el norte, donde resido ahora, se hace mucho más evidente que no existe tal punto y aparte. Los días de diciembre y los de enero son análogos.
Diciembre no tiene por qué encontrarte cerrando etapas, arribando a conclusiones ni llena de ilusión para 2023.
Creo que me molesta diciembre porque sus celebraciones exponen que le debo felicidad a alguien en esta época. Algo de escuchar: “Pero dale, que es Navidad” me enerva y violenta. No sentirse feliz o alegre no es una elección. No es un estado de la mente que se cambia “pensando en positivo” o mandando buenas vibras. Si bien, desde ya, se agradecen los comentarios optimistas, es muy distinto del imperativo de ser feliz que tanto nos atosiga desde afuera. En La Sociedad Paliativa, el filósofo Byung-Chul Han (referente de esta newsletter) critica el reinante exceso de positividad:
“El imperativo de ser feliz genera una presión que es más devastadora que el imperativo de ser obediente”.
A mí diciembre me conecta con la pérdida, con la falta, con el duelo, con la silla vacía en una mesa que ya ni siquiera existe.
Sé que no soy la única. Sé que somos muchos los que quisiéramos volver a sentirnos como en la infancia, cuando no entendíamos por qué nuestros viejes solían estar tristes en esta época. Quisiera poderle decir a mi mamá que hoy comprendo las emociones difíciles que atravesaba cada 24 de diciembre. Hoy entiendo que hay dolores con los que convivimos todo el año, pero que en esta época se manifiestan más punzantes. No dejo de ver el agujero adentro mío porque esta época abunda en balances, cierres y despedidas. Me obliga a sacar la misma cuenta que los dos últimos fines de año: Ella no está. Se nota. La extraño. Lo siento todos los días pero en diciembre es abrumador. Una parte de mí quisiera meterse en la cama y dormir hasta 1/1/2023, para despertar cuando ya no me bombardeen imágenes de familias felices brindando.
Diciembre de 2022 trae aires de cambios, posibilidades, una vida totalmente nueva. Hace no tanto le dije a mi psicóloga que me ponía mal empezar lo nuevo sin poderle contar a Ella. No sé bien cómo recibiré lo que se avecina pero sé que no quiero planificarlo mucho. Diseñar minuciosamente qué quiero que me ocurra el año próximo no va a funcionar. Ya sé que no tengo el control y establecer un bullet journal no aplaca mi ansiedad por no ser productiva o suficientemente buena. Me siento mejor cuando me dejo llevar por mi propio ritmo. Además, soy consciente de que todo lo que pueda o quiera a hacer va estar supeditado a contextos que me exceden, a lo que le ocurre a la comunidad, a lo que el planeta -harto- nos va dictando. No existimos solos.
Incluso la ciencia respalda que enfocarnos en los procesos trae mucho mejores resultados que solo pensar en el objetivo y ya. En este estudio de la Universidad de California pidieron a un grupo de estudiantes que visualizaran que obtendrían una excelente calificación en un examen. A otro grupo le propusieron que se pensaran estudiando para ese mismo examen. Los estudiantes que “manifestaron” una buena calificación obtuvieron notas más bajas que los estudiantes que se visualizaron estudiando, porque estos últimos dedicaron más tiempo a prepararse y efectivamente, les fue mejor. Otro estudio publicado en el Journal of Experimental Social Psychology arrojó que fantasear con un futuro idealizado disminuye las probabilidades de que invirtamos la energía en tratar de convertir dicho deseo en realidad. Si incluyo, por ejemplo, fotos de una casa en la playa en mi vision board, mi cerebro reaccionará como si ya tuviera una. Experimentaré una respuesta de relajación que reducirá mi energía y motivación, primordiales para alcanzar cualquier meta. Por este motivo, los investigadores sugieren que visualizar el éxito resultaría más útil cuando necesitamos levantar el pie del acelerador. Los autores del artículo indican que las personas con algún TCA, por ejemplo, podrían relajar sus hábitos alimentarios restrictivos si imaginan que ya han logrado su físico ideal.
Agradezco las palabras de la newsletter de Fanny Priest que me ayudaron a entender por qué me hace tanto ruido la manera en que nos posicionamos en diciembre:
“No podemos planificar cómo salir del capitalismo ni de nuestros traumas. Necesitamos soñar cómo salir. Necesitamos crear una salida. Necesitamos sentir una salida. Necesitamos descansar para encontrar la salida. Necesitamos experimentar para encontrar la salida. Necesitamos pintar y dibujar y cantar y garchar y bailar hasta encontrar la salida”.
Creo que los balances son necesarios y útiles, pero forzarlos en diciembre me resulta amargo. Sería más saludable explorar nuestras propias maneras de dividir el tiempo según la vida de cada une. Mis cambios no se manifiestan año a año, sino más bien por temporadas. Solo cuando siento orgánicamente que la etapa está terminando es que puedo sentarme a reflexionar sobre qué aprendí, qué repetiría y qué procuraré evitar. En este momento estoy en el medio de una de estas fases así que me resulta imposible sacar conclusiones.
Diciembre me encuentra sin “tenerla clara”, sin respuestas, sin felicidad navideña, pero muy contenta simultáneamente.
La paradoja radica en que lo que me pone mal es el imperativo de lo que se supone deberíamos sentir y hacer en esta época. Quizá sea mejor ir viendo qué movimientos concretos vamos necesitando para que nos vaya bien en lo que sea que emprendamos. Así podremos armarnos con mejores herramientas para salir al mundo y conseguirlo. Esto no quiere decir que no debamos soñar a lo grande, pero conviene identificar el proceso necesario y no solo la meta. Lo que pensamos afecta nuestras emociones y conducta, eso no está en discusión. Pero solamente “ser optimista”, manifestar, elaborar listas de metas irreales y bellos vision boards no le cambia la vida a nadie. El pensamiento positivo solo funciona cuando se combina con acciones positivas. Y resulta mejor aún si se combina con acciones positivas colectivas.
Mientras tanto, nos deseo mucha paciencia y amabilidad en este diciembre. Espero que nos tratemos a nosotros mismos con el mismo cariño que le profesamos a los que nos rodean. Ojalá podamos alinearnos con lo que verdaderamente sentimos, más allá de las imposiciones del afuera de ser más, lograr más, dar más, tener más. Si apenas sobreviviste el año, está bárbaro. Si no pudiste “cumplir nada” en comparación con lo que muestran los demás, tampoco es el fin del mundo. A tu tiempo, a tu ritmo, en tu camino, vas bien. Que nadie te venda lo contrario :)
Ufff.... Lo de la silla vacía lo siento cada vez más ... Los hijos crecen, se van y es natural, pero a veces te sentís tan solx...Y es verdad lo que decís, te dicen: arriba el ánimo! Y a veces no lo quiero tener arriba, quiero estar como me siento...! Gracias Luján, te abrazo