Señora, y a mucha honra
¿Hay diferencia ideológica entre contar calorías y contar pasos en tu rutina de belleza?
2:45 p.m., domingo, Londres. Llueve excepcionalmente, no porque la lluvia acá sea una anormalidad -al contrario-, pero caen baldazos del cielo. El viento levanta las gotas de manera que mojan desde todos los ángulos: llueve horizontalmente, llueve en diagonal, llueve desde abajo. Como si fuese poco, la app de clima del celular marca 6 grados. No hay trenes porque la estación más cercana cierra por reformas los domingos. En este contexto tan prometedor, el inglés y yo teníamos entradas para el cine. Argumenté, para tratar de autoconvencerme, que el diluvio se podría convertir en una buena anécdota. Tomamos coraje y decidimos salir igual.
Me cuesta mucho hacer planes en invierno. Me resulta casi imposible no hablar del clima en cada newsletter (¿primer signo de que me estoy inglesificando?). Mi instinto me indica acurrucarme debajo del edredón. Con esto quiero decir que, en invierno, mi cama se convierte en un centro de operaciones desde donde podría regir el mundo. Trabajo, como, descanso, río, conecto. No obstante, los días anteriores había acumulado suficiente ímpetu para comprar entradas. Me propuse, entonces, cumplir con el plan de salir de casa contra todo pronóstico (y, creeme: el pronóstico era pésimo).
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La película resultó más que olvidable. Un guión pobrísimo que ni siquiera se salva gracias a los efectos especiales. Un largometraje de 3 horas que debería durar la mitad. Un embole, lisa y llanamente. Sin embargo, una escena al pasar quedó resonando en mi cabeza.
En Avatar II, los humanos regresan al planeta Pandora porque agotamos todos los recursos naturales en la Tierra (me suena). Uno de los negocios de los humanos es matar Tulkuns: una especie de ballena prehistórica de una inteligencia y sensibilidad superlativas. Las cazan para extraerles del cerebro una sustancia llamada amrita que detiene el envejecimiento al 100%. De cada animal sacan un tubo de esta sustancia, que se vende por 80 millones de dólares. Los cazadores descartan el animal al finalizar la extracción y arrojan su cadáver al océano.
No me sorprendería que lleguemos a los peores extremos en pos de no aceptar algo tan natural como el paso de los años y su reflejo en nuestro envase. Está tan naturalizado que hasta Kim Kardashian afirmó sin inmutarse que comería caca si eso la ayudase a verse joven. El edadismo o viejismo está tan instalado que no vemos los hilos que lo mueven. Nos cuesta imaginar un mundo donde no se fomente la búsqueda eterna de la juventud.
Desde muy chicas, aprendemos que la heroína de la historia siempre es joven e inocente, en contraste a la villana: cruel, envidiosa, arrugada, VIEJA. Úrsula en la Sirenita, la bruja de la manzana en Blancanieves, todas envidian la piel lozana y la belleza de las jóvenes protagonistas. Si rebobinamos en la videocassetera imaginaria que relata nuestra historia de vida, resulta evidente que la mayoría de las representaciones de la vejez que hemos recibido nos la muestran como algo indeseable. En esta construcción, ser vieje es sinónimo de fealdad, frustración y envidia.
No se nos cuentan historias donde se resalte todo lo que se gana con el paso del años, sino que se enfatiza todo lo que supuestamente perdemos.
El 11 de diciembre pasado cumplí 37 años. Me resulta increíble porque, les juro, yo siento que ayer tenía 12. Recuerdo detalles de mi preadolescencia con meticulosidad. Año 1996: mi profesora de ballet ponía mejores notas a quienes menos pesaran. Año 1998: me metí a la pileta con remera en el viaje de egresados de séptimo grado a Carlos Paz. Desde que tengo memoria, he tenido que aprender a convivir con los estándares de belleza femeninos.
A toda edad, a las mujeres se nos exige que paguemos nuestra existencia con belleza y juventud. Quienes sostienen los mandatos nos explican que, para sentirnos adecuadas, podemos consumir las soluciones que ellos mismos venden. Afortunadamente, somos muchas quienes ya no toleramos ciertos discursos porque sabemos se enraizan en la cultura de la dieta. Como buenas feministas, estamos en proceso de deconstruir aquello que nos daña. No nos bancamos que vengan a sugerirnos regímenes alimenticios ni que opinen de nuestros cuerpos. Pero, ¿qué pasa cuando los mandatos se encarnan en skin goals? ¿Podemos extender la aceptación corporal a nuestros rostros?
Este artículo en inglés de Jessica DeFino discurre sobre un concepto difícil de digerir:
La industria del skin care es cultura de la dieta disfrazada de empoderamiento:
En el contenido de tu marca, editor, influencer o plataforma de medios favorita, probá cambiar las palabras "líneas de expresión" por "rollos"; la palabra "arrugas", por "estrías"; la palabra "acné", por "celulitis"; la palabra "piel opaca", por "cinco kilos de más" . ¿Te cierra? No, porque al igual que los rollitos y las estrías, las líneas de expresión y las arrugas son rasgos físicos normales y casi universales.
Nos han hecho asociar el aspecto juvenil del rostro con salud, bienestar y éxito. Se nos ha vendido que cumplir con los estándares de belleza aumentará nuestra confianza cuando, en realidad, la cultura de la belleza dispara nuestra ansiedad, depresión, dismorfia, trastornos alimentarios y hasta puede terminar en suicidio. Al igual que con la cultura de la dieta, la industria del cuidado de la piel culpabiliza a la mujer que elige no actuar para esconder los signos de envejecimiento. A su vez, se la castiga y se la tilda de no quererse cuidar. Pero si lo analizamos de cerca, no hay diferencia ideológica entre contar calorías y contar pasos de la rutina de skin care.
Mantenerse joven implica intentar borrar todo lo posible el paso del tiempo, las experiencias vividas, las sonrisas, las expresiones faciales: todo aquello que nos hace humanes.
Si intentaste alguna vez controlar tu ingesta (como, lamentablemente, la mayoría de las mujeres), conocés la sensación de sentirte mal por no cumplir, por no estar haciendo lo suficiente para lucir como “la mejor versión” de vos misma. Antes, alcanzaba con ducharse, depilarse, ponerse perfume y maquillaje. Ahora, con la masificación de los procedimientos no invasivos, pareciese que no ponerse botox o fillers cuenta como “dejarse estar”.
El episodio de Explained en Netflix sobre cirugía plástica (que recomiendo) lo explica del siguiente modo:
Procedimientos que antes considerábamos “optativos” se están masificando entre aquelles que buscan encajar en los estándares de belleza. La cirugía plástica se reservaba para unos pocos, por considerarse un cambio extremo y peligroso; sin embargo, cada vez más adolescentes eligen clonar sus rostros a base de rinoplastías, lifting de ojos foxxy, remoción de grasa bucal y rellenos de labios exageradísimos.
Antes la belleza era cuestión de genética y de suerte. Hoy, ser bello es cuestión de clase.
Encontraremos atractive quien tenga los medios económicos para someterse a los procedimientos estéticos que necesite. Bajo este paradigma, los ricos serán bellos y su belleza, celebrada. Quienes no accedamos a estos tratamientos (la mayoría de la población) estaremos condenados a envejecer, a no pertenecer a la élite que no luce humana, que no tiene poros, ni arrugas, ni frizz en el pelo.
Mientras tanto, los medios nos muestran el antes y el después de los famoses desde una perspectiva punitivista. Se debate si está bien o mal operarse. No se mencionan los riesgos, no se habla de todo lo que puede salir mal. Queda en el aire flotando la sensación de que someterse a una cirugía es tan sencillo como irse a cortar el pelo. Debaten que fulana pasó por el quirófano con la misma liviandad que recomiendan polvos mágicos para adelgazar.
No comparto la idea del empoderamiento a través de la automodificación física. No compro que haya libertad real alguna allí. Si bien celebro que cada una elija para sí misma lo que mejor le parece, no creo -por ejemplo- que nadie se ponga cera caliente en la entre pierna por otro motivo que un mandato externo. ¿Significa que tenés que dejar de hacerlo? No necesariamente, porque somos parte de este sistema nos guste o no. Hay discursos que tenemos muy arraigados y nos cuesta mucho desarmar. No obstante, ya es un paso admitir que lo hacemos por los demás. Lo que no se nombra, no existe. No podremos algún día librarnos de la opresión si ni siquiera nos atrevemos a identificar todo lo que hacemos porque nos viene dado en el combo “ser mujer”.
Lo que nos empodera individualmente no hace nada para desmantelar el sistema que nos oprime.
No sos vos que no aceptás el paso de los años, somos todas. Nos enseñaron desde chicas que nacemos falladas, pero que se puede corregir. No sumo nada al debate si vocifero que el ideal de belleza se está volviendo cada vez más inalcanzable. Incluso las que se operan, también se editan las fotos porque la biología presenta límites que ni el mejor cirujano podría cruzar.
Quisiera que quede claro que bajo ningún concepto es mi intención condenar a les que deciden, de todos modos, el camino de la automodificación. Cada una hace lo que puede con lo que sabe. Pero me parece que sirve reflexionar sobre aquello que nos viene dado, que no tiene explicación, que nos toca “por mujeres”.
Decidí no teñirme las incipientes canas que me aparecieron el año pasado, pero no puedo evitar clavarles la mirada cada vez que me miro al espejo. Como si todo lo demás desapareciese, solo puedo concentrarme en esas hebras plateadas que se filtran por mi melena. No logré que me deje de importar, pero por lo menos me cuestiono cómo puede ser que me molesten tanto.
No tengo forma de detener el paso del tiempo. Todas esas cremas que prometen mantenernos jóvenes apuntan a nuestras fantasías más profundas, porque las compramos aún sabiendo que es publicidad fraudulenta. Podemos procurar lograr una piel sana, usar protector solar, limpiarnos el rostro cada noche. Pero sepamos también que no pasa nada si elegimos no hacerlo. No iremos al infierno de las no dignas que malgastaron su belleza y juventud por no aplicarse serums. Sabemos que una piel saludable y una piel perfecta no son sinónimos. Aun así, nos desesperamos por correr contra el reloj y conservar la lozanía a como de lugar.
Creo, también, que no es culpa nuestra sentirnos así. No vemos historias de gente vieja que triunfe, que cambie, que esté activa, que desee. Es un grupo demográfico invisible, como si al llegar a esa etapa de la vida une desapareciese.
En esta sociedad hiperconsumista y capitalista, centrada en la productividad como objetivo, es lógico que cuanto mayores seamos, menos valor se nos otorgue.
En este caso, el valor se entendería como capacidad de trabajar, de poner el cuerpo, de aguantar, de explotarnos lo mayor posible. La juventud ayuda a sostener la desigualdad y la violencia que nos rodea porque físicamente podemos con más, aunque el precio lo paguemos con nuestra psiquis en forma de ansiedad y depresión.
Tenemos hambre de tiempo: nos parece que nunca es suficiente, que llegamos tarde. A menudo pensamos que la edad es un límite para emprender, para soñar, para crear. Nos cuestionamos la ropa que usamos, las actividades que disfrutamos, el peinado que queremos llevar. No sea cosa que estemos cruzando el límite de lo que se considera correcto para nuestra edad.
Qué pavada no permitirnos ser quienes somos por métricas ajenas, diseñadas para que siempre nos sintamos disconformes con nosotras mismas. Qué difícil lograr escapar de las garras de los mandatos que nos gritan que mejor escondernos cuando nuestro aspecto no coincide con lo que nos dijeron que debíamos ser.
Por suerte, ya hay mujeres marcando el camino. A ellas, un enorme gracias por demostrarnos distintas versiones de lo que significa el paso de los años. Ya no debemos hablar de “vejez” sino de VEJECES: distintas elecciones de vida.
Algunas iniciativas que me sirvieron y quizá sean un buen disparador para vos:
Descubrí que me ayuda curar el feed de manera de ver más de aquello que suma. Dejé de seguir a todas las personas que desataban mi inseguridad (instamodels, influencers, incluso esa chica que dice comer de todo y celebrar lo body positive mientras se edita para parecer Jessica Rabbit). Reemplacé esas cuentas con personas reales que muestran que otra realidad es posible: otras edades, otros rostros, otras formas, otras vidas, otras historias. En mi IG suelo compartir en stories mucho contenido de creadores que me encantan.
Dejé de usar filtros y tuvo un efecto más que positivo: no es que ahora me vea más linda, pero al menos no me siento “inferior” ante la imagen que me devuelve el espejo o la cámara frontal del teléfono. Gran parte de los procedimientos estéticos en auge imitan los rasgos que fomentan los filtros: boca desproporcionadamente carnosa, nariz pequeña, ojos rasgados y pieles estiradas sin pliegue alguno. Este fenómeno ha dado lugar a un nuevo tipo de trastorno dismórfico corporal (TDC): la dismorfia del selfie, donde los pacientes pasan por el quirófano cuando lo que necesitan es terapia. Como explica este artículo:
La operación se entiende como un medio para la resolución del problema cuando el problema es psicológico. De hecho, los resultados de la operación suelen agrandar la frustración en lugar de eliminarla.
Reflexioné sobre cómo me sentía hace diez años, a mis 27, y me di cuenta de que el paso del tiempo me ha hecho cambiar de opinión y desarmar creencias sobre el amor romántico. También tengo menos complejos físicos ahora, a pesar de que objetivamente mi cuerpo ya no está tan firme y mi rostro deja adivinar que tendré muchas arrugas por todo lo que gesticulo al hablar. Me siento más sexy ahora, me conozco mejor.
Tiktok failed to load.
Enable 3rd party cookies or use another browserTe invito a pensar quién eras y cómo te sentías hace diez años.
¿Quisieras volver a eso?
Abogo por resignificar el concepto señora, pues hacia allí vamos inexorablemente. Por suerte, hoy puedo elegir rodearme de ejemplos de señoras regias, maduras, sexies, seguras, originales, divertidas, elegantes, copadas, creativas. Son la prueba de que al envejecer no tenemos por qué cambiar quiénes somos. Pero, como siempre, no alcanza con el testimonio de la propia vida. También es necesario revisar los viejismos, los chistes edadistas, la discriminación por edad y el abandono que sufren los mayores por parte del gobierno, entre muchas otras problemáticas.
Creemos juntes un mundo donde envejecer no sea una condena.
Si pienso en el futuro, disfruto imaginarme como una niña con arrugas (Marte Lupardo dixit). Armaré atuendos con medias rotas y plataformas. Teñiré mi pelo de todos los colores del arco iris. Seguiré viajando sola y me adoptarán grupos de mochileres como “la señora copada”. Seguiré escuchando Spice Girls y Backstreet Boys. Bailaré como loca en festivales, fiestas y en cuanta red social nueva me cope. Mis sobrinas me contarán sobre sus vidas, me pedirán consejo, confiarán en mí. Perderé la vergüenza y el poco filtro que me queda. Me enojaré a lo Violencia Rivas. Me calmaré con un faso. Me tomaré un vino. Disfrutaré cada minuto. Seré yo hasta el final de mis días.
Saberlo me pone muy contenta. Me tengo a mí para siempre.
Me encanta. Yo vivo disfrutando mi presente, pero también esperando mi vejez. Creo que cambiar el mindset hace de ese momento uno muy disfrutable. Dejen a nuestras canas y arrugas en paz. Gracias
Muy hermoso Lu! Que bueno que cada vez haya más voces llenas de vida y realidad 👑🫶🏻