Siempre me cuesta desprenderme de las breves rutinas que incorporo por intervalos. Desde que empecé a vivir en una valija, como me gusta decir a mí, me acostumbré a habitar distintos destinos por estaciones, según me muevan vientos laborales, legales o estrictamente personales.
Esta semana tuve que completar un formulario extenso, muy extenso, para mi futura visa inglesa. Uno de los incisos preguntaba todas las latitudes que visité en los últimos diez años. Ha sido un periodo de viajes constantes. Enumerarlos para el papeleo arrojó luz sobre el recuerdo y todo aquello que normalizo porque es —sencillamente— parte de mi vida. Muchos sellos en mi pasaporte se deben a estadías breves de índole meramente turística. Varios otros dan cuenta de temporadas de residencia, con sus pequeñas rutinas insignificantes que me hicieron sentir en casa.
A veces pienso que el ejemplo de mi hermano me abrió el camino. Se dedicó varios años antes que yo a viajar mucho con el soporte de un empleo. Cuando viví en California con él y su (mi) familia, me acostumbré a trabajar juntos por la mañana. Salvo que alguno tuviese una videollamada, nos sentábamos enfrentados en la mesa del comedor: nuestra oficina familiar improvisada. Supe prepararnos unos desayunos-brunch potentes donde aprovechaba el producto fabuloso de los supermercados orgánicos de la zona, después de gatillar $50 con cada “comprita”. La vida californiana es preciosa pero muy privilegiada. Si no me hubiese cobijado mi hermano, jamás podría haber alquilado un departamento ahí. Ni siquiera existen muchos AirBnBs en Orange County, así que habría caído en algún hostel surfero que quincenalmente se llevase la mitad de mi sueldo. Cada mes juntos nos permitió desarrollar pequeños rituales diarios minúsculos, que distan mucho de todas mis otras vidas cuando estamos lejos. Por ejemplo:
Ver atardeceres sobre el mar todos los días, color Cotton Candy como le decimos con mi sobrina. Acompañarla a la escuela, conocer a sus amigas, asistir a actos escolares y recitales de ballet.
Charlar con mi cuñada de política y todo lo que ocurre en el mundo. Indignarnos. Tomar sus clase de yoga. Ver películas de minita las 3 con Luisa todas las semanas, cuando mi hermano tiene fútbol.
Levantarnos 5:30 a. m. para ir a las playas de San Onofre antes de que abran, stockeados hasta la manija. La noche anterior cargábamos toldo, mate, heladera y garrafa. En la parte de atrás del Jeep he cocinado desayunos cinco estrellas con las patas de la arena.