Reitero en mis mensajes de texto más o menos siempre lo mismo: “me cuesta estar presente donde tengo los pies”.
La frase solía acompañarme cuando me encontraba en un destino geográfico y comenzaba a divagar respecto de dónde moverme a continuación. También la usé para describir cuánto me costó disfrutar mi estadía en Argentina mientras esperaba la visa inglesa. Se ve que me resulta difícil cultivar un estado de presencia.
Sin embargo, esta vez es distinto.
En los Whatsapps que hoy envío a mi gente querida, se repite la constante de no poderme desconectar de lo que pasa a nivel social y político en Argentina. En realidad, me cuesta despegarme de lo que ocurre en el mundo. Tengo un problema de consumo de noticias, un exceso de información en sangre, una sobredosis de realidad. El sano punto medio, que aparentemente algunos pueden alcanzar, para mí resulta una quimera. Y me angustia.
Me cuesta conjugar una vida que —a nivel personal— está yendo muy bien, con el mundo exterior: terreno hostil que cada vez expulsa a más personas, se vuelve menos empático y sube el termostato de la crueldad. No deseo permitir que marchiten mi alegría; sin embargo, pienso que una reacción enfática ante un mundo profundamente enfermo es señal de salud mental. No se puede ya fingir demencia, pero tampoco sirve anular el disfrute.
Me repito otra vez que la clave es lograr el sano punto medio, pero no sé bien dónde encontrarlo. Pongo en palabras lo que siento con la esperanza de descularlo a medida que trascurran los renglones.