Esta newsletter se siente como ese mensaje que le mandas a una amiga después de no contactarla durante largo tiempo. No sabés bien cómo arrancar porque, aunque tenés claro que no hiciste nada malo, sos consciente de que el silencio prolongado quizá haya inaugurado una cierta distancia. Los posibles desenlaces dependerán, entonces, de la clase de relación que se haya forjado con esa persona en particular. En este caso, acercándonos al tercer cumpleaños de esta publicación (en septiembre), mis lectores ya me conocen. Ergo, sentarme detrás del teclado para volcar este mensaje se siente vulnerable, pero correcto.
Cuando levantás el teléfono para proponerle ir a tomar un café a esa amiga que no ves hace tiempo, tenés presente que puede haber pasado de todo durante el periodo de tu ausencia. Hasta verla en persona desconocerás si fueron sucesos positivos, graves, superficiales o trascendentales. Probablemente, incluso, lo que haya ocurrido sea la consecuencia natural de cambios que se venían gestando desde antes.
Eso me trajo el mes de julio, cuando desaparecí de las cartas digitales que semana a semana envío. En principio, me fui de vacaciones con una idea más o menos diagramada de cómo volcaría lo vivido en este espacio. Sin embargo, apenas pisé suelo español, mis planes se esfumaron casi sin que me diera cuenta. Recalco esto último pues me parece parte crucial del relato: no hubo esfuerzo en soltar la conexión constante. Los primeros días en Barcelona, decidí no comprar datos porque se aproximaba un fin de semana familiar y no pensaba estar en el teléfono. Después tocó alquilar auto con mis amigas para continuar hacia el País Vasco y alcanzó con que una de ellas estuviera conectada para recibir la info de Google Maps.
Ya habrá tiempo de enumerar los aprendizajes que me dejaron esas dos semanas offline, mas ahora el foco es otro. Mi mente divaga en tiempo real. Quiero contarte de esas semanas en España y Portugal, pero otros asuntos resultan más apremiantes.
Si estuviéramos sentadas en ese cafecito imaginario, me pediría un cortado y dos medialunas rellenas de jamón y queso. Primero te escucharía atenta, porque te extrañé. Te aclararía que la ausencia no tuvo que ver con vos, sino conmigo. En este momento vos me interrumpirías, y me dirías que no pasa nada, que no me preocupe, que no es para tanto. Que entendés que estuve con de todo, que lo intuís porque estuve poco presente en mis redes sociales. Me aclarás que eso te parece buenísimo, porque estuve ocupada viviendo. Me preguntás por las vacaciones, y yo te muestro algunas fotos. Te aclaro que tengo mucho que escribir sobre lo que comí y bebí, pero que no sé cómo voy a encontrar el tiempo.
Ahí tomo una bocanada profunda de aire para intentar resumir las conclusiones a las que arribé últimamente. Te confieso que desde que me asenté en Londres, mi vida ha cambiado vertiginosamente. Ahora tengo responsabilidades financieras serias, consecuencia de vivir en una de las ciudades más caras del mundo. Mientras adivino una mueca preocupada en tu cara, me apuro por darte las buenas noticias. Sí, los precios acá no tienen sentido pero las oportunidades que se me están presentando bien valen el sacrificio. Sin dejar de sonreír, te cuento que en la segunda mitad del año voy a cocinar más que nunca. Que voy a viajar por Inglaterra con mis platos. Que me dan total libertad creativa para ofrecer a mis comensales la experiencia culinaria que yo quiera. Que me pagan bien, que me cuidan.
Te pregunto si sabés qué es Harrods y te reís estrepitosamente. Claro que sabés, y arqueás una ceja inquisitivamente. Te comento que me propusieron cocinar en el tercer piso, en la cocina más bella (y lujosa) que jamás haya pisado. Te la muestro en mi celular y resaltás el mármol azul de las mesadas y la isla. Me decís que me lo merezco, que no te sorprende en absoluto, que era obvio. Admito que siempre me pregunté cómo me iría si me diesen la oportunidad de poner mis habilidades a prueba en una ciudad tan cosmopolita como esta. Ahora que está ocurriendo, te reconozco que es una montaña rusa de emociones. Siento nervios, me visita el síndrome de la impostora, debo hacer concesiones que no tenía pensado.
Ahí cambio ligeramente el tono y te comento que no sé cómo hacer para sostener el ritmo de escritura que planée a principio de año, cuando no tenía idea de lo que me iba a traer el destino. Desde que comenzó 2024, escribo cuatro newsletters por semana, más la que saco en inglés. Un total de cinco misivas mensuales, que se suman a mi empleo en el mundo real y a las tareas (compartidas) para mantener el departamento limpio, ordenado y estoqueado. Te recuerdo, porque sé que vos también estás con mil cosas, que tengo varias secciones en la publicación, un podcast con entrevistas y ―lo que más me ocupa― suscriptores pagos.
Acepto, con voz firme pero decepcionada, que no soy la mujer orquesta y que las cosas no van a permanecer igual. “Mi vida cambió”, sintetizo en un suspiro, mientras miro por la ventana. Afuera pasan los autos, el ruido, la gente con sus vidas y sus problemas. Me da vergüenza preocuparme tanto por un cronograma de publicaciones.
Vos te das cuenta inmediatamente y me devolvés al presente, tomándome de la mano. Me decís que es normal, que nadie espera tanto de mí (ni de nadie), y que tengo la libertad de modificar lo que yo misma he creado. Charlamos sobre todo lo que evolucionó mi Substack, la cantidad de lectores que me reciben en su inbox, y cómo vengo cambiando el tono de a poquito. Me contás que tus cartas preferidas son las más experimentales, donde me salgo de lo que esperás recibir y te sorprendo. Me aclarás que no hace falta estructura, que esto no es la facultad. Me recordás que mi profesora de Teoría Literaria no está del otro lado de la pantalla buscando inconsistencias o verbos repetidos, ni estableciendo una fecha límite para las entregas. Estallo en una carcajada voluminosa y te agradezco que existas, porque aunque en abstracto lo sé, me hace falta que me lo recuerdes.
Respondés amorosamente que para eso estás e indagás en qué estuve pensando para el futuro. Esbozo algunas ideas incipientes: que las newsletters sean más breves, que aparezcan con menos frecuencia, que no deban ceñirse a etiquetas autofabricadas. No sé, te aclaro, por qué camino iré, pero soy consciente de que la escritura ―como mi cocina doméstica― es donde ejercito la creatividad.
Me doy cuenta, gracias a nuestro intercambio, de que durante años esta publicación fue la única estructura de mi vida. Quiero decir, escribía diariamente cuando no tenía más nada que hacer, cuando no había empleo ni prospectos de poder buscar uno todavía.
La newsletter fue un salvavidas. Escribir me mantuvo a flote, me ordenó la psiquis, entrenó mi disciplina. Hoy día, en cambio, la meticulosidad se manifiesta sola en responsabilidades novedosas, algunas incluso soñadas por mí.
“La escritura debe mutar acorde al movimiento de mi vida”, sentencio nostálgica. Estoy orgullosa de lo que construí durante tres años, oración a oración. Me hizo entender hacia dónde tenía que apuntar la brújula. Así se cierra el ciclo de encontrar un norte, mientras que se abre uno nuevo: habitarlo. De lo que ocurre cuando se llega, poco se habla. Ahí suelen terminar las novelas con su famoso “…y vivieron felices para siempre”.
Caigo en cuenta de que me gusta más narrar los caminos, y sus vericuetos y contradicciones, que describir las maravillas de un destino. Pensás que te estoy hablando de escribir sobre viajes porque la metáfora se puede interpretar de varios modos. Lo que quiero decir es que, ahora que “me va bien”, no me hallo usufructuando la experiencia para venderla como una fórmula. No me queda ese vestido: el de decirle a los demás qué tienen que hacer para arribar a los sitios que los convencieron deben ir. Te pido que no te rías y te confieso que me siento un poco punk. Es que prefiero contar otras cosas, ir contra la corriente. Servirles pionono con dulce de leche a los ricos y famosos, por ejemplo.
Vos seguís en frente mío, tintineando la cucharita del café contra la taza mientras prestás atención a cada palabra que sale de mi boca. Te agradezco, te digo que te extrañé y que conversar con vos me abre la cabeza. Vos me contestás que no hiciste nada, que las conclusiones son mías y el esfuerzo también. No obstante, ambas sabemos que jamás lo habría podido articular si no te tuviese del otro lado.
Pagamos el café. Dejamos la mesa sin apuro. Te abrazo antes de cruzar la puerta.
Me alejo caminando despacito, pero me doy cuenta de que me faltó decirte algo fundamental. Giro la cabeza sobre mi hombro derecho y, mientras cruzo la calle, te grito:
“La próxima, no dejemos pasar tanto tiempo”.
Disfrutar del camino, con ausencias y presencias. Muy lindo tu texto ❤️
te amo :o)