Anoche tuve un sueño rarísimo. Me encontraba en una especie de ronda donde se compartían recetas de sopas, con degustación incluida. Yo me presentaba con la versión de sopa de verduras que aprendí en casa. Entonces me enteraba de golpe que mi padre (con quien, de hecho, no tengo relación alguna) había participado también y que su sopa era digna de aplausos. Llegaba el momento de presentar mi creación y me costaba articular palabra porque tenía un nudo en la garganta. Sentía que estaba por llorar, pero contenía las lágrimas.
¿Tan claro había estado mi camino, incluso, desde antes de mi nacimiento? ¿Acaso ese lado de mi familia también encontraba su propósito entre las hornallas? No tengo idea de si mi padre cocina o no, ni de cuánto talento tiene. Lo único que sé es que su madre, a quien en algún momento llamé abuela, es conocida por sus empanadas y su carisma. (¿Debería usar el pretérito y escribir “era conocida”? Lo más lógico sería que ya no se encuentre en este plano. No lo sé, no tengo vínculo con ese lado de mi familia y, para serte honesta, no me había detenido a pensarlo hasta que me senté a escribir esta newsletter).
De lo que no cabe duda es cuánto me interpela entender de dónde vengo para dar cuenta de mi presente. Supongo que tiene que ver con que jamás me imaginé esta vida para mí. Crecí escuchando historias familiares de cansancio y sacrificio detrás de los negocios gastronómicos que emprendieron. Mi Madre se esforzó para que yo pudiese estudiar en la facultad y emprendiese otro futuro. Sin embargo, decidí volver a la cocina. Y en el verbo, que denota mi poder de elección, radica la principal diferencia entre mi vida, la de Mamá y la de mi Abuela Licha.
¿Por qué me capturan así las artes culinarias?
¿De dónde proviene su atractivo hasta inconsciente?
Sigo hurgando. Algo tiene que haber.
“¿Una ronda de sopas? Hasta tus sueños son raros, Luján”.
El finde visitamos el mercado de productores del barrio y me emocionó encontrar arvejas frescas. Sonreí al divisar las vainas verdes, brillantes y turgentes, dispuestas en una caja de cartón con aproximadamente 200 gramos de la legumbre (en realidad, después de pelarlas queda un botín muchísimo menos significativo, pero más valioso).
El acto de pelar arvejas me remite inmediatamente a mi Abuela Licha y a las tardes que dedicamos a pelar bolsas enteras de arverjas, como ella las llamaba (vocablo que copié durante los primeros quince años de mi vida). Nos sentábamos en la mesa del comedor, de cara a la tele, con dos bowls frente a nosotras. En un recipiente, el más pequeño, colocábamos las pepitas de oro verde; en el otro, las cáscaras vacías que se apilaban voluminosamente. Me gustaba adivinar cuántas arvejas tendría cada vaina según lo podía sentir con la yema de los dedos. Se generaba un coro natural con cada /crac/ del caparazón al abrirse, un cannon orgánico donde por cada una que pelaba yo, mi Abuela pelaba cinco. En el televisor Telefunken Licha sintonizaba la novela o el canal Utilísima, pero yo no prestaba atención; no me daba la destreza para concentrarme en las dos actividades simultáneamente. Me enfocaba en recorrer con mis manos la vaina abierta y arrancar cada arveja de manera escalonada.
Para cocinarlas, mi Abuela (y posteriormente, Mamá) las hervía en abundante agua con sal. Después las dejaba enfriar en el colador, sobre la bacha de la cocina. Yo entonces me daba a la tarea de robarlas de a montoncitos y comerlas así, solas, como caramelos.
El colchón de arvejas es una de esas preparaciones que me sabe a infancia. La receta “original” de mi Abuela vive de distintos modos en la memoria de mis familiares; es decir, no todos la recordamos igual. La versión de Licha, para mí, llevaba panceta —poca— apenas para dar gusto. Mi Tía Norma aduce que solo incluía tres ingredientes: tomate condimentado, arveja y huevo. Confío más en la percepción de mi Tía que en la propia. La Abuela partió cuando yo tenía apenas diez años y no sé cuánto puedo rememorar fehacientemente de una etapa tan temprana de mi vida.
Si no tenés arvejas frescas, recomiendo congeladas. Y si vas a usar enlatadas, quizá sí te sugiero que incluyas más ingredientes para levantar el sabor (puerro, morrones, panceta). La Tía insiste en que no llevaba cebolla ni ajo; yo no puedo no ponerle, así que Licha me disculpará desde el cielo pero los incluyo en la receta a continuación.
Colchón de arvejas de Licha
Ingredientes:
200 gramos de arvejas frescas peladas
2 cdas de cebolla picada
1 diente de ajo picado
1 tomate maduro pelado y rallado, o media lata de tomate
2 huevos
Aceite de oliva
Sal, pimienta, orégano, laurel, pimentón dulce.
Preparación:
Hervir las arvejas en agua con sal hasta que resulten tiernas, entre 2 y 5 minutos según su tamaño. Colar y cortar la cocción bajo el chorro de agua fría.
En una sartén, transparentar la cebolla con un poco de sal hasta que se ablande. Sumar el ajo y cocinar hasta que suelte su aroma, alrededor de 1 minuto.
Agregar el tomate y los condimentos para formar una salsa bien sabrosa. Cocinar a fuego mínimo unos 20 minutos y procurar que no se reduzca demasiado, agregando agua a medida que hace falta. Si los tomates estuviesen ácidos, añadir una pizca de azúcar para equilibrar. Si te gusta el picante, podés incorporar ají molido o chile picado en este paso.
Sumar las arvejas y cocinar unos minutos más hasta que se calienten.
Hacer dos huecos en la preparación y cascar un huevo en cada uno. Salpimentar. Tapar y cocinar hasta el punto que desees (a mí me gusta con la yema aún cremosa y la clara completamente coagulada-blanca).
Servir inmediatamente con pan, para mojar.
En mi actuación del colchón de arvejas, sin embargo, omito el tomate y agrego papitas doradas. Me encanta mojar la papa en la yema cremosa, matrimonio perfecto si los hay.
El otro detalle que sumo, 100% rendida a mis gustos personales, es un bowlcito de mostanesa: mayonesa con mostaza. Es que en casa, la Abuela solía prescindir del tomate en el colchón porque a mi hermano no le gustaba; solo nos servía arveja con huevo para consentir al varón primogénito (pero ese es tema para otra news).
Se ve que desarrollé de chiquita mi propia manera de saborizar una comida que, como me la ofrecían, no me cerraba del todo. Desde que tengo uso de razón le agrego mostanesa a este plato. Hoy resulta infaltable para que mi paladar se transporte al pasado, la meta definitiva cada vez que lo elaboro.
Colchón de arvejas, mi versión
Ingredientes:
200 gramos de arvejas frescas peladas
1 papa grande, cortada en cubos tamaño bocado
2 huevos
Aceite de oliva
2 cdtas de mayonesa
1/2 cdta de mostaza
Sal y pimienta
Preparación:
Hervir las arvejas en agua con sal hasta que resulten tiernas, entre 2 y 5 minutos según su tamaño. Retirar con espumadera y cortar la cocción bajo el chorro de agua fría.
En la misma olla con agua y sal, hervir los cubos de papa brevemente, unos 5 minutos y colar bien. No deben quedar blanditos como para puré; solo los precocinamos para ablandarlos.
En una sartén grande, añadir suficiente aceite de oliva como para freír la papa hasta que luzca bien dorada de todos sus lados. Retirar con espumadera sobre papel absorbente.
Eliminar el exceso de aceite de la sartén, si hubiese, y calentar las arvejas a fuego bajo. Sumar la papa e integrar.
Hacer dos huecos en la preparación y cascar un huevo en cada uno. Condimentar con sal y pimienta. Tapar y cocinar hasta el punto deseado (a mí me gusta con la yema aún cremosa y la clara completamente coagulada-blanca).
Servir inmediatamente, con la mayonesa mezclada con la mostaza en un recipiente aparte.
Nuestras elecciones en la mesa constituyen un palimpsesto erigido sobre las decisiones culinarias de aquelles que vinieron antes. Repetimos métodos y combinaciones de ingredientes que aprendimos mediante el ejemplo y la repetición, en un camino preestablecido del cual podemos desviarnos hasta cierto punto. No podremos reescribir nuestra historia y pretender que nos reconforte aquello que no existió mientras nos constituíamos como personas. Por eso me exaspera con fervor que olvidemos los platos con los que crecimos, en pos de una alimentación sanitizada y despojada de toda emoción.
Comer no solo alimenta el cuerpo, sino la nostalgia. Un bocado conocido es como un abrazo cálido, incluso si viene en forma de una salchicha con puré instantáneo.
Muero de ganas de probar tu versión 🫶✨️
Tuve que buscar que son las arvejas y hoy aprendí que los chícharos se llaman así en otras partes del planeta.
En México no los tenemos como un ingrediente principal en algún platillo. Son usualmente un actor secundario para elevar o darle color al plato.
De tus recetas la que puede ser más parecidas a las que conozco y he probado serían los "Huevos Motuleños"