Preludio
La semana previa al itinerario que relato abajo me encontré releyendo las ediciones anteriores de este diario de viaje digital. Recordé sutilezas que aprecié en el momento, que mi memoria ya había olvidado, y me alegré hasta los huesos de haber registrado acá sensaciones, aromas, colores, pensamientos inconexos… todo aquello que me llama la atención a mí, por ser yo.
Una vez Manu, exnovio y actual amigo que ya presenté en esta publicación, me enseñó que para aprender a sacar fotos lo más importante era centrarme en qué veían MIS ojos y capturar eso, porque todos reparamos en detalles distintos. Recuerdo su consejo tanto al sacar fotos como al escribir bitácoras de viaje. Mejor dicho, lo tengo en cuenta al escribir, a secas.
Lo que aquí narro constituye una polaroid multisensorial irrepetible, atravesada por el ángulo singular desde el cual exploro lo que me rodea.
Te ofrezco el fotograma de un periodo definido en una latitud preseleccionada. Una especie de diario íntimo que se escribe con la consciencia de que no permanecerá oculto debajo de la almohada. Un collage de experiencias aleatorias en un destino determinado, desde mi óptica.
PD: esta news incluye muchas fotos y posiblemente sea demasiado larga para leer desde tu bandeja de entrada. Te sugiero la abras desde el explorador o la app de Substack.
Origen: Londres, Inglaterra, Reino Unido.
Destino: Bucarest, Rumania.
Viernes 19 de abril, 2024
El despertador suena 6 a. m. en punto. Salgo de la cama para ducharme, mientras el Inglés disfruta de unos minutos más de sueño. Qué fácil resulta levantarse al alba cuando lo que nos espera detrás del madrugón es un viaje. Las mochilas yacen en el suelo, abiertas pero armadas, a la espera de recibir los últimos petates; a saber: cargador de celular, cepillo de dientes, desodorante.
Me armo el mate con la consciencia de que será el último que disfrute en varios días y lo acompaño con unas rodajas de focaccia que me traje del laburo anoche. Se mantiene húmeda, como recién hecha, por la cantidad de aceite de oliva con la que la horneamos. La tuesto apenas y la acompaño con palta pisada. A esta hora no tengo hambre pero, para cuando regresemos de Rumania, ya se habrá pasado de punto y no lo puedo permitir. La palta no se tira. La comida no se tira.
Una vez en Liverpool Street station omitimos comprar el boleto de tren para ir al aeropuerto, a pesar de los carteles que indican que no se puede abonar con la tarjeta directamente como en todo el transporte público londinense. Nos damos cuenta del error recién cuando llegamos a Stansted, después de alrededor de una hora y media de trayecto. El guardia nos indica que la penalidad es de unas 80 libras y a mí, fatalista, me empieza a correr una angustia eléctrica por el cuerpo. Sin embargo, no me entrego al sentimiento y sonrío. Insisto que no sabíamos, insisto con la verdad. El señor canoso suspira y se apiada de nuestras almas. Nos hace pasar a un costado, nos cobra dos tickets desde Liverpool Street, y nos desea un buen viaje.
Nos quedan varias horas por delante así que nos sentamos a desayunar con tranquilidad. Comer sin apuro en aeropuertos constituye —para ambos— una instancia de disfrute inesperada al viajar. Terminamos de dar forma a nuestros planes en destino entre bostezos, egg pots de Leon y cafés americanos, con leche para mí y negro para el Inglés. Decidimos reservar el walking tour Life in Communist Bucharest para el día siguiente por la mañana, cuestión de conocer la historia reciente de la ciudad y ahí profundizar en lo que más nos convoque.
La charla vira hacia la clase de viajeres que deseamos corporizar. Sabemos que Bucarest, de los destinos europeos más económicos para quien gana en euros o libras, recibe hordas de turistas dispuestos a consumir vorazmente a precio accesible y a dársela en la pera noche tras noche hasta altas horas de la madrugada. Queremos constatar la veracidad de nuestras suposiciones.
Me pregunto cuánta vida nocturna es demasiada. “Depende de la persona”, esboza el Inglés con una sonrisa socarrona, mientras yo frunzo el ceño. La cultura alcohólica británica me genera rechazo; no creo acostumbrarme nunca (ni me interesa hacerlo, honestamente). Me limito a procurar entenderla en silencio y, preferentemente, desde lejos.
Embarcamos casi últimos, total no tenemos más que objeto personal para colocar debajo del asiento de adelante. Atravesamos dos husos horarios y, tres horas de vuelo más tarde, aterrizamos en Bucarest.